jueves, 3 de agosto de 2017


BROMAS Y TRAVESURAS

Cuando hablamos de bromas y travesuras, casi siempre recordamos nuestra niñez, y las asociamos a aquellas acciones que realizábamos sin mala intención, que hacíamos  más por diversión que por otra cosa.
Cuando niño, tendría unos seis años, recuerdo una que le jugué a mi madre un día de su cumpleaños. Había estado ahorrando por mucho tiempo hasta reunir diez bolívares que para ese entonces era una cifra importante. El dinero lo cambié por un billete en el abasto de la esquina,  y lo coloqué dentro de una cajita de fósforos. Se me ocurrió la travesura de meterla  dentro de otra caja y ésta dentro de otra. Al final fueron seis cajas en total. Supongo mi madre se daría cuenta de mis movimientos buscando cajas y papel de regalo con tanto misterio. Llegó el día y le presenté la gran caja a mi mamá. Ella comenzó abriendo la primera, luego la segunda, la tercera, pero cuando iba por la cuarta rompió en llanto. Supongo que le dio sentimientos el pensar que no había nada y solo era una broma. Mientras lloraba yo le insistía que no abandonara, que siguiera. Cuando finalmente llegó a la cajita de fósforo, terminamos los dos abrazados y llorando. Una broma que resultó más en llantos que en risas.
Pero las travesuras no se limitan a nuestra niñez, ese niño que todos llevamos dentro, sigue haciéndolas en nuestra vida adulta. De esa etapa recuerdo una ocasión que pasamos un fin de semana en la playa, y mi hijo, que tendría unos 10 años, invitó a Gianpiero, un compañerito del colegio. Me di cuenta que calzaba unos zapatos de playa idénticos a los míos, de color verde y de la misma marca, por supuesto la única diferencia era la talla. Se me ocurrió en la noche, cuando estaba dormido, cambiarle sus zapatos por los míos.  Casi no dormí, ansioso esperando el amanecer para ver su reacción. Se levantó y se calzó los zapatos que le quedaban grandísimos, caminaba hacia un lado y hacia otro viéndose los pies, hasta que finalmente le revelé la broma y nos reímos todos.  

El venezolano por lo general es echador de bromas. Una muy común, cuando acostumbrábamos a comer en restaurantes, era la de decirle al mesonero cuando estaba recogiendo, que no nos había gustado la comida. Éste, apenas veía los platos completamente vacíos, entendía el chiste y reía. Esa misma broma traté de hacerla cuando terminé de cenar en un restaurante en Bélgica. Era una señora la que me atendía, le dije que no me había gustado la comida, a pesar de lo vacío que habían quedado los platos. La mesera se fue pensativa y al minuto regresó acompañada del Cheff, quien visiblemente apenado preguntó qué cosa no me había gustado. La señora no entendió la broma, ¡era una belga sería!
Echar bromas y hacer reír a las personas se pueden considerar componentes del sentido de humor. Hay quienes por naturaleza les lucen las gracias, lamentablemente a otros no. Por lo tanto, hay que tener cuidado cuando se juegan bromas, porque la frontera entre la gracia y la morisqueta suele ser muy tenue. Hay personas que no las aceptan, se molestan, y si a usted se le ocurre jugarle una, esta corriendo un gran riesgo. Por lo tanto hay que actuar con prudencia, tomando en cuenta el momento, las circunstancias, el estado de animo y el grado de amistad. La inteligencia emocional también nos ayuda a evitar traspasar ese límite de lo sublime a lo ridículo, porque nos permite reconocer y entender las emociones de las personas, y poder actuar conforme a ello.
Si cuentas entre tus fortalezas con el sentido de humor, diviértete y haz uso positivo de él, pero teniendo siempre presente que el que echa bromas también tiene que estar dispuesto a aceptarlas. 

Lionel Álvarez Ibarra
Junio 2017

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