Había una vez… un árbol
sencillo y pequeño. Nadie lo advertiría si no fuera porque escondía un milagro:
Una guayaba. Un don magnifico de Dios. En
su piel gravitaba un mosaico de verdes y amarillos. Su pulpa era de un color indefinido que navegaba entre la ternura
y la pasión. Al morderla erizaba el
paladar y lo seducía en explosión de
sabor. El árbol, orgulloso, se crecía cuando alguien descubría su milagro. Pero
como todo milagro traía un secreto, la guayaba si era mordida con avidez invadía
de nostalgia el alma de quien la probara.
Un
día el envidioso tiempo la gustó. Inmediatamente sintió como una nube gris se posaba en su ánimo. Iracundo, envió a la
terrible noche con la tristeza y el miedo en sus fauces a atacar al árbol. Éste se estremeció adolorido pues en la
embestida había perdido sus hojas y sus
maravillosas guayabas. El pequeño árbol
irrumpió en lágrimas. Se sintió extraviado de sí mismo. Había perdido todo por
lo que había vivido.
Sus
lágrimas rodaban por las grietas de su corteza, la tristeza las había hecho más
profundas, tenía el rostro de la vejez.
Las gotas caían y fueron despertando a las raíces.
-¿Qué
puedo hacer? -les dijo- he perdido mi razón de ser, mis hojas y mis guayabas.
Las raíces, sabias,
exclamaron al unísono: -acéptalo, eres un árbol sin hojas y sin guayabas. Sólo
así se alejará el miedo.
El
árbol trabajó duro para aceptarlo, pero su tristeza no lo abandonaba y no podía
dejar de llorar. Su llanto era tan intenso que Dios lo escuchó: - ¿Qué te pasa?
– preguntó- ¿Por qué lloras de esa
manera?
El
árbol relató lo acontecido y Dios se apiadó de él, al tiempo que le decía: -has
tenido todo lo hermoso de la vida sin hacer méritos para ello. Pero la vida si
no se cultiva se pierde a merced del envidioso tiempo. Deja de llorar que yo voy a ayudarte. A
partir de mañana, durante cuatro días te haré un regalo: una nueva guayaba. Cada
una traerá un secreto que debes descubrir para volver encontrar tu razón de
vivir.
El árbol, más tranquilo, enjugó sus lágrimas y
se durmió.
A
la mañana siguiente despertó ilusionado, miró sus ramas y descubrió una
reluciente guayaba. En ese momento se
acordó del secreto y preguntó a ésta ¿cuál
es tu secreto? --Soy la guayaba de la alegría -respondió aquélla- Cuando yo
estoy presente todo florece. Sin embargo, hay que tener cuidado. Hay una
guayaba que dice llamarse como yo pero es falsa. No nace en tu corazón sino en
las cosas. Sus flores se marchitan rápido. Conmigo, la auténtica, viene mi
amigo el agradecimiento. Él es un gran observador y te hará descubrir todo lo
bueno y bello que tienes en tu vida.
Entonces
el árbol, a pesar de sus lágrimas y su tristeza comenzó a trabajar la alegría,
recordando con gozo sus hermosos frutos.
El
segundo día, la sorpresa fue mayúscula. En la rama había no una sino dos guayabas.
-Soy
la guayaba de la fe, dijo cantarina la primera. Soy ciega pero muy fuerte y
tengo la costumbre de creer que lo imposible es posible. Para que yo sea parte
de tu corazón sólo debes creer. Ya sé que es difícil pero la amiga que me
acompaña, Esperanza, convierte los escombros en maravillas. Te muestra el
camino para que los sueños se hagan realidad.
Con
ilusión, el árbol aceptó en su corazón el don de la fe y de la esperanza.
La
espera se hizo larga por las expectativas. ¿Qué guayaba y su secreto traería el
nuevo día? Era una guayaba que cada vez que hablaba crecía.
-
Soy la guayaba de la generosidad. La de las multiplicaciones. Si me aceptas en
tu corazón haré crecer todos tus dones. Sólo tienes que dar.
-¿Qué
puedo dar yo que ni hojas ni frutos tengo? Dijo el árbol.
-Debes
trabajar con más ahínco la fe, siempre hay algo que dar, respondió la guayaba.
Con
esfuerzo, el árbol se desprendió de sus ramas y vio maravillado como al chocar
con la tierra, éstas se convertían en
árboles y todos juntos se hacían un bosque.
A
la mañana siguiente, una alegre guayaba lo despertó. Le decía al oído palabras
bonitas para mitigar los efectos del llanto.
-Soy
la guayaba de la amistad, declaró.
El
árbol, asombrado, pidió cuenta del secreto.
-¿Cuál
secreto? Yo no tengo secretos. -Manifestó
la guayaba- Traigo la fidelidad constante del cariño honesto. El que das y el
que recibes. Sólo puedo entrar en tu corazón si ya está allí la generosidad.
El
árbol reflexionó: qué grande es tener amigos. Ahora que tenía todo un bosque
para acompañarlo empezó a hacer grandes amigos.
Esa
noche, mirando la belleza de un cielo estrellado, se dio cuenta de que la
tristeza se había disipado. Había cultivado su vida, y guayabas más hermosas que las anteriores
habían vuelto a sus ramas. Entonces Dios le regaló la más sublime de las
guayabas: la de la plenitud.
La
leyenda cuenta que cada vez que evocamos el aroma y el sabor de la guayaba nos acercamos más a la felicidad. Y el milagro
vuelve a ocurrir...
Un aplauso ENORME!👏🏻👏🏻👏🏻 Me encantó el cuento... gracias Irma por ser la guayaba que a veces me susurra en el oído palabras bonitas de sincera amistad 😍😘
ResponderEliminarExcelente Irma! Qué bello regalo, paseándote por todas esas emociónes y fortalezas. Gracias
ResponderEliminarExcelente Irma, me gusto mucho tu cuento y su mensaje paseándote por todas esas emociones y fortalezas para convertir ese guayabo en un árbol frondoso y lleno de vida, y con mucho que dar a los que se le acerquen. Gracias y saludos
ResponderEliminarExtraordinario, querida Irma! Muchas gracias 😀
ResponderEliminar