sábado, 29 de febrero de 2020

El Ávila desde el medio




     Cuando pensamos en Caracas pensamos en El Ávila. Lo vemos, lo sentimos, y aunque sea metafóricamente, todos lo acariciamos. El Ávila es destino ineludible sin importar en que parte de la ciudad nos encontremos. Es El Ávila de todos y también el de cada uno. Un bien particular porque todos lo saboreamos a nuestro propio modo y estilo.
    En el recorrido que va de Petare a la Pastora me tocó vivir El Ávila justo desde el medio, desde la Castellana.  Era un oasis de verdor, como si fuera continuación de ese cerro esplendido que la protegía. Sus calles amplias sembradas de apamates y araguaneyes, coloridas y resplandecientes. . Entrar en su avenida principal era como entrar en una catedral gótica, de arcos magníficos de frondosos árboles y generosas sombras. Avenidas pobladas de casas de techos rojos, sin interferencias que entorpecieran la grandiosa vista. Daba la impresión que si estirabas la mano palpabas sus laderas y hondonadas.
    Podíamos recorrer la urbanización entera, sólo había que esperar el sonido de la campana que anunciaba la llegada de la carreta para los más pequeños, y  de  dos caballos para los más grandes. Media hora  duraba la aventura de adentrarse en sus calles. En la tarde nos llevaban al parque del elefante, allí en lo alto, casi incrustado en la falda del Ávila. Cobijo del cerro que admiraba los juegos y risas que  moneaban por un enorme elefante de hierro.  O quizás el paseo tomaba distancia y el destino era la plaza de la Castellana. En cuyo estanque alimentábamos peces y de vez en cuanto propiciábamos un chapuzón a un hermano desprevenido.
    Muchas mañanas salía a pasear con mi abuelo al pintoresco vecindario de Chacao.  A saludar a Don José el barbero, Oscar el bodeguero, en cuya bodega hallábamos  maravillosos tesoros como eran los caramelos de maní. También  entrabamos en la tienda de Ítalo el zapatero, plagada de clavos y herramientas, pero sobre todo recuerdo el olor a cuero y a betún. Mención especial merece el farmaceuta,  pues nada le hacía sombra a una bolsita de Sugar Candy. De regreso, de frente al Ávila, mi abuelo relataba historias y anécdotas de su amada Corsiga. Yo solo sentía la ternura de sus enormes manos protectoras. Mi abuelo medía 1,90 y yo solo tenía cuatro años.
     Y allí, en medio de tantos recuerdos, mi memoria me lleva a esa casa que era mi hogar, la quinta Naná. Antes las casas adoptaban el nombre de la dueña de la casa.  Lugar entrañable en mi recuerdo, refugio de mis primeros amores y aprendizajes.
     Mi primer lugar de juegos era un enorme balcón con vista de primera fila al cerro. Era el hogar de muchas Barbies que mi mamá me compraba en la bomba de gasolina Shell, de  la casa de muñecas y de los bebés queridos. Allí pasaba horas jugando en solitario, pues de todos mis hermanos  soy la única niña y la más chiquita. Un día amanecieron todos mis bebes queridos colgados del cuello  ante la imperiosa necesidad de mis hermanos de un punching-ball. Ese día el revuelo fue mayúsculo y los castigos se repartieron como bollos de pan calientico.
      El segundo lugar de juegos era el jardín. Se confundía con la calle y sin embargo podíamos jugar libres de miedo, no había carros que nos perturbaran. Las bases del baseball se repartían de acera a acera y el juego se convertía en algarabía de toda la cuadra. Esa era mi especialidad, corría las bases más rápido que nadie, por lo que mis hermanos apostaban a la hora del juego.  También compartía, a parte iguales, las clases de yudo con horas de ballet, curiosa dupla entre la defensa y el arte.
     Hablando de arte, recibíamos  clases de pintura  de un sobrino de nada menos que Don Tito Salas. Trató  que yo pintase el Ávila pero yo estaba más interesada en la espontaneidad del arte abstracto y sus colores brillantes. Sea lo que sea que resultara de este experimento artístico, los cuadros terminaron engrosando los depósitos del garaje, esfumadas las esperanzas de mis padres de tener un Cabré entre sus filas.   
       La cocina de mi casa era un espacio luminoso y muy grande, con un ventanal que nos permitía contemplar el Ávila. A veces nos parecía que él  nos miraba a nosotros. Teníamos la suerte de tener una mamá de esas que demuestran su amor haciendo lo que mejor saben hacer: cocinar.  Una anécdota la retrata: un buen amigo decía que la casa no debía llamarse “Quinta Naná” sino el tequeño de oro. Lo que cocinaba hacia las delicias de todos. Sus habilidades culinarias eras excelsas al elaborar su torta de crema, su pastel de carne, arepitas de pobre, el chantilly… y pare de contar. Para todos los hermanos, hoy en día, comerse un pedazo de una buena torta de crema es como volver a la protección de los brazos maternos. Al ver el Ávila lo  reconocemos como testigo  de ese afecto entrañable de madre.
       Así pasaron los años, la infancia quedó atrás con la llegada de la picosa adolescencia y la construcción de la Cota Mil. Ya  ni La Castellana ni yo fuimos las mismas, sin embargo El Ávila sigue  allí, mirándonos y dejándose admirar. Quizás más herido que El Ávila de mis recuerdos, pero siempre imponente y vigilante. Lleva en su memoria mi infancia y la de muchos caraqueños, lleva en su memoria la historia entera de Caracas, del corazón de Venezuela.                                                                                                                                 
 Irma Wefer






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