sábado, 21 de julio de 2018


Un vínculo de amor


        Tratar de hablar de religión es muy complejo. He sido una persona religiosa casi toda mi vida por lo que el tema toca fibras muy sensibles en mí. Escribo desde mi experiencia, mis iluminaciones y oscuridades. Y en respeto a la libertad de cada uno de elegir. Abordo el tema desde esta perspectiva.
     Hablar de religión es intimar con lo más profundo y definitivo que existe en nuestras almas. La palabra religión viene del término religió que no es otra cosa que el vínculo que se establece entre el hombre y Dios. Es necesario que exista un Dios y un hombre para que el vínculo se dé. Por lo tanto la religión es un vínculo personalísimo  entre cada uno de nosotros y Dios.
      En las religiones hay un momento en que Dios se  acerca al hombre, pero es el hombre quien en su libertad escoge la manera, la forma y el tiempo que se acerca a Dios. Dios no obliga, Dios invita. Por lo que el vínculo no puede tener basamento en la obligatoriedad.
     Durante siglos, históricamente, en Occidente, a la religión se le dio un sentido moralizador que culminaba en un castigo. Bien endeble debe ser un vínculo para que su sustento sea el miedo. Dentro de esta visión aparece la idea del dolor como purificador, sin darse cuenta que está visión desvalorizaba la grandeza de un ser que sufre, lo reduce a ser  sufridor. El dolor visto sólo en sí mismo perdió su sentido.
      En este momento el mundo Occidental miró a Oriente, donde el vínculo ancestral que los une a Dios está más asociado al placer, la serenidad o la intención de hacer de lo interno un Dios. Pero en esta tradición encontró multiplicidad de dioses hedonistas y castigadores. Volvíamos a reducir el vínculo  a lo que el Dios puede darme de placer o de miedo.
     También en Oriente encontramos algunas mal llamadas religiones, porque el vínculo no existe, en ellas Dios es inexistente. Son códigos éticos donde la relación con Dios no es necesaria. La meta, el fin anhelado en  algunas de ellas es un Nirvana cargado de la nada. Cargado de la posibilidad de vaciar la mente y el alma. Propone una huida del dolor, la vejez y la muerte. Si aquella visión, antes nombrada, tenía significado en un dolor sin sentido, esta huye de aquello que es inevitable.  
      El mundo filosófico, en su imposibilidad de explicar racionalmente a Dios y el vínculo que nos une a él, declaró “Dios ha muerto”. Entonces el vínculo ha muerto. La incertidumbre tomó su lugar. Con el correr del tiempo está declaración hizo que el mundo materialista creyera  que Dios estaba en el confort, el consumo, el placer, la posesión, el poder, etc., etc., etc… El vínculo inexistente, ausente de Dios  se vació  de  sentido, reducido al anhelo de un iphone, o un McDonald. 
    A estas alturas, ustedes preguntarán ¿Dónde está ese vínculo? En la más sencilla de las respuestas: en nuestra capacidad de amar. Comprender que el vínculo debe ser trascendente y transformador.  
    Trascendente en cuanto nos conecta con el origen y el fin de ese amor. Cuando creemos en Dios, el cimiento del vínculo está en la fe, la esencia humana encuentra sentido porque Dios es amor. Cuando libremente acepto el vínculo  al que Dios me invita: “amar al prójimo como a mí mismo”, y puedo amarlo porque él, Dios, me ama, la religión adquiere sentido. La entendemos como un acto de amor, de realización en eso que  Dios  nos ofrece.
    Transformador porque pone de manifiesto lo mejor del ser humano que somos en la contingencia de los días. La manera de amarlo a él es amando a los otros. Amar a los otros exige generosidad, bondad, fraternidad, fidelidad, benevolencia, solidaridad,compasión, misericordia, laboriosidad, aceptación, autenticidad…La mejor versión de mí mismo lleva implícito el amor y esté nace en ese vínculo maravilloso donde todo tiene sentido: el dolor, la alegría, la pasión, la fidelidad y sobre todo la gratitud. No esperemos encontrar a Dios en otra parte. Está en nuestra capacidad de dar lo mejor de nosotros mismos. En nuestra lucidez para entender que lo que da sentido a la vida es el amor. Y que el amor nos pertenece a todos y cada uno de nosotros como seres humanos.
   
Irma Wefer

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