domingo, 21 de enero de 2018

Mi casa olía a guayaba

MI CASA OLÍA A GUAYABA

Escribidora: Hened Abrahan

Hoy comienzo mi escrito con la evocación de un párrafo del libro de Marcel Proust “Por el camino de Swan”, primer tomo de su obra “En busca del tiempo perdido”. En él  Proust rememora la extraordinaria sensación de felicidad percibida al llevarse a la boca un trozo de magdalena añadido a una cucharada del té que estaba tomando. Cito:

“… abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del pastel, tocó mi paladar, me estremecí, fijé mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior.  Me había invadido  un placer delicioso, aislado, sin saber por qué, que me volvía indiferente a vicisitudes de la vida, a sus desastres inofensivos, a su brevedad ilusoria, de la misma manera que opera el amor, llenándome de una esencia preciosa; o, más bien, esta esencia no  estaba en mí sino que era yo mismo…”

Tal como un simple aroma o un sabor son capaces de desencadenar una catarata de sensaciones, así operó en mí el anuncio de Martín al decir que el tema para hoy era LA GUAYABA. Intuyo que otro tanto le sucedió a mis compañeros, al ir leyendo el chorro de emociones y bromas que fueron apareciendo en el chat del grupo. De manera inmediata reconocí la resonancia íntima del sabor y el olor de LA GUAYABA, y brotaron recuerdos infantiles asociados con el patio de mi casa con aquellas tres matas inmensas, pero a la vez amables y generosas porque siempre que daban frutos –  a diferencia de las matas de mango - sus ramas se extendían hacia abajo para ofrecérnoslos sin mayor esfuerzo. La voz de mi madre advirtiéndome, “come de LA GUAYABA pera porque tiene menos gusanos que LA GUAYABA manzana” “pártela por la mitad antes de comértela y revisa que no tenga gusanos”; haciendo caso de esa voz sabia, en mis ratos de ocio, me iba al patio, derechito hacia el GUAYABO PERA, no sin antes, con un viejo pote de leche destinado para ello,  recoger las más atractivas a mi paladar. Me sentaba a la sombra de ese viejo y generoso GUAYABO a comer y disfrutar de aquella fusión de perfume y sabor. No era yo la única que gozaba de ese festín, pues solían acompañarme pajaritos que por intuición de supervivencia, muy sabiamente elegían las GUAYABAS manzanas. A veces, esas GUAYABAS, cuidadosamente elegidas, eran motivo de amorosas disputas con mis hermanos mayores, quienes –en algún momento de descuido por mi parte-  se acercaban a mi pote de leche cargado de la fruta, y sin que yo los viera me las robaban. Al percatarme de ello, comenzaba mi búsqueda del ladronzuelo, cosa que no era nada difícil, pues por más que eligieran el más escondido de los rincones de la casa, siempre los delataba  el aroma. Les hacía pagar por cada guayaba robada una moneda, con lo cual siempre estaba deseando que me las robaran. Para ello me esmeraba en la selección de las más grandes,  olorosas y atractivas, de tal forma que mis amorosos deudores no sucumbieran a sus encantos. Podría pasar cien páginas más contando los recuerdos maravillosos y dulces que se desencadenaron automáticamente, ante la exposición del tema de hoy, incluso me despertaron deseos de seguir escribiendo sobre ellos. No en vano, dicen los entendidos,  Gabriel García Márquez tituló su libro El olor de la guayaba,porque al igual que la fruta, sus cuentos y novelas tienen un olor que perdura, por siempre.


Gracias Martín por recordarme que MI CASA OLÍA A GUAYABA.

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