Mi casa, mi carro
Mi
madre tenía un carro color crema, un Chrysler Impala cupé de 1960, con dos
aletas traseras laterales. Era gigante para la mirada de un niño de 4 años, que
además aprendió del miedo que ella tenía al manejar. Era 1963 entonces, y se escuchaba
sin parar una canción del Trío Venezuela, “Magia blanca”. Íbamos a llevar y a
buscar a mis hermanas que estudiaban en el Colegio de Monjas francesas, San
José de Tarbes, pero ese día justo y debido a la inestable que estaba la recién
nacida democracia en el país y en un “atajaperro”, mi madre tuvo que girar y
llegamos a la carretera que comunicaba con Valencia. “Preguntando se llega a
Roma” y así pudimos regresar. Magia blanca, seguía sonando en la radio. No recuerdo verla manejando otro carro, ni en
otro tiempo. Ella descubrió que era excelente copiloto.
Uno
vive en una casa pero resulta que pasamos muchas horas en carros, ajenos o
propios. A mi Mamá no le gustaba manejar, en cambio mi padre le encantaba. Yo,
por ser el menor, viví intensamente todos los viajes, en esa, la que sería mi
segunda casa en la infancia.
Por
esa época, terminaron mis días de “perrito faldero” y me metieron de cabeza a
estudiar Preparatoria en el Colegio San Agustín de El Paraiso. Prefería los
días de asistente de cocina, o preguntador de direcciones, o quema dedos en el
encendedor del carro. Con el colegio se acabó la compañía diaria a buscar a mis
4 hermanos. Igual, me iban a buscar; ya que entonces, estudiábamos los tres
varones, en el mismo colegio.
Mi
padre al tiempo, y no recuerdo más el Impala, se compró una camioneta Opel Rekord P2, azul, y estaba
propulsada por un motor de cuatro cilindros de 1.7 litros que producía 60
caballos de fuerza; todo un avance para la época. No era ni tan grande
como el Impala pero cabían mi papa y mi mama adelante, y mis 4 hermanos uno al
lado de otro, en la segunda fila. El mas peque, iba atrás. Y atrás, se mareaba
mucho en las curvas de Carora en Lara y por supuesto, vomitaba. Mucho. Mi mamá
me daba soda en vez de agua, y sé que prefería no beber nada en el viaje.
Mi
abuela aun vivía. La última vez que mis padres viajaron a Maracaibo lo
hicieron, sin mi, y fue para el velorio
de mi abuela materna. Recuerdo que ya no tuvieron que tomar un ferry para
llegar a Maracaibo, sino que estrenaron el puente. Era el año 1963. Antes del
puente para llegar a Maracaibo en el Opel y luego de las curvas de Carora,
tomábamos carretera larga. En semana Santa escuchábamos completo y en varias
versiones el “Popule Meus” de Tomas de Victoria y escrito en el siglo XVI. Es
increíble contarlo, pero estaba prohibido colocar música en días santos en
Venezuela. Solo el Popule Meus y las
7 palabras contadas por el Cardenal, que entonces era José Humberto Quintero
Parra.
Luego
venían los campos petroleros de toda esa costa hasta llegar a la estación del
Ferry. Los llamaban balancines, que eran los que sacaban el oro negro que hizo
a este país, uno de los mas ricos del mundo. En esa época pero en 1965, Sean
Connery interpretaba al 007 en el famoso “Thunderball”y se decía en algún
momento, que los malos iban a pedir un rescate en la moneda fuerte del momento:
en Bolívares.
En
uno de esos viajes, ya cuando pasábamos por Carora, y ya solo mi papa, mamá y
yo, descubriría mi alergia a la grasa del cochino, y lo largo que se puede
hacer la carretera Lara Zulia; esa recta interminable, sobre todo con los
retortijones. A partir de ahí ya éramos 4 o 3; mi mamá, mi papá, Fredy y yo.
Mis hermanas estaban casadas o por casarse y mi hermano era independiente.
Seguíamos con el Opel, pero con la muerte de mi abuela, cambiamos los viajes a
Margarita. Resulta que mi padre compró con un portugués, una fábrica de
sardinas. Comimos muchas por algún tiempo, pero no estaba destinado a ser. La
vendieron y resultó después, una fábrica de comida de animales. Ese viaje era
otro ferry, y en el otro lado del país. No mareaba en barco; me gustaba. Era
como una aventura y siempre podía bajar a acostarme en el carro, aunque ahora
lo veo peligroso por el humo tóxico.
Pasaron
los años y ya un poco más grande, ya los tres, los acompañé en aventuras en
Guayana, Falcón, Lara, Sucre, Bolívar. Nunca fuimos a los Andes, ni a los
llanos. Siempre en su carro, manejando; lo amaba. Una vez, fui yo el que le
entregó un carro blanco que me compre al graduarme. Lo usaban solo para ir a mi
casa; de resto yo los buscaba. Ïbamos mucho al Junko Country Club y ya
entonces, el carro se volvió a llenar, ahora con los tres hijos de mis
hermanos. Nos metíamos seis, era muy divertido. Mucho. Luego, para ellos, era
de su casa en el Paraiso, a mi casa en La Tahona. Ya se fueron.
Ahora,
paseo con los hijos de los niños aquellos; en la confianza de que algún día,
voy a disfrutar mucho, cuando me pasen buscando, para tener alguna aventura por
este gran país. Ley de la vida. La vida en un carro.
AL
No hay comentarios:
Publicar un comentario