sábado, 18 de noviembre de 2017

Unos zapatos desgastados y la bendita imperfección

Ya un ángel de apellido Ceballos, como invitado especial en la corporación a la que yo representaba, me había presentado algo muy novedoso para mí conocido como “Psicología Positiva”. Interesante, pensé. Distaba bastante de mi formación académica y profesional hasta ese momento, mas calzaba bastante bien con las experiencias personales de mis últimos años de vida hasta entonces. Me conmovieron en forma especial aquellos planteamientos. Pudo ser el año 2009, tal vez.

Acostumbraba yo asomarme al facebook con frecuencia. Una que otra vez vi por allí unas publicaciones que hacía un amigo muy querido por mí, a quien conocí en los pasillos de mi UCV, a quien por cierto tenía yo muchos, muchos años sin ver,  sobre una Sociedad Venezolana de Psicología Positiva, ofreciendo algunas actividades que impresionaban gratamente mi atención. Ese sentimiento iba unido a un susto tímidamente perceptible para mí, pues el término “Positiva” (con ideas muy sutiles sobre él, que me habían quedado de Ceballos), me llevaba a terrenos que durante mi formación académica no fueron precisamente de mi interés. Recuerdo haber tenido pensamientos como: “qué hará Ivan en ésto”; “yo recuerdo que él se formó en industrial”; “era un estudiante responsable, serio y comprometido”. “Entonces, esto probablemente sea bueno. Debe tener un duro respaldo científico. Nada, Tibaire, si él está ahí, atrévete en algún momento”.

Junio 2011. Veo en facebook la promoción de un “Taller de Introducción a la Psicología Positiva”. Con cierto temor, me empujé. Llamé y me inscribí. Facilitadora: María Elena Garassini. “No sé, pero me suena. ¿Será que la conozco?”. “Bueno, ya veré de quién se trata”. Pedí el correo de Ivan. Le escribí. Me llamó. “Mañana llegaré muy tempranito para saludarte antes de empezar el Taller”. No podía yo con tanto.

Llegó el día. Dentro de mí había poco espacio para tanto entusiasmo. Mi reencuentro con Ivan; conocer más sobre eso que llamaban “Psicología Positiva”; encontrarme con quién sabía quiénes,  ver por fin a esa María Elena Garassini, y saber de qué nos hablaría, y asistir a una actividad académica luego de varios años de dura lucha en que mi prioridad había sido levantar y recomponer el cuerpo, la mente, el espíritu, las relaciones, la vida, para sanarme ante una pesada enfermedad

Me fui tan temprano, que decidí llamar a la oficina de la Sociedad pensando si me habría equivocado yo de lugar, pues no llegaba nadie. Del otro lado oí una voz muy agradable, alegre, enérgica, entusiasta y súper receptiva. Justo lo que yo necesitaba en esos momentos de mi historia. “¡Vamos bien!”, pensé. Le pregunté si era ella María Elena, y me dijo que sí, que estaba yo en el sitio correcto, y que muy pronto iría hasta allá para iniciar el Taller con los participantes que fuesen llegando.

Al poco rato se asomó por la escalera un hombre que ya no era flaquito, sino más bien gordito, con canas, bigotes y barba. El abrazo era el mismo, y hasta más amoroso. La sonrisa también. El afecto intacto. Ivan de mi alma.

Iban llegando los asistentes. Había ya varios, cuando interrumpe la calurosa y atropellada conversación que teníamos Ivan y yo, una mujer que al  subir el último escalón me dice
 “¡Yo te conozco a ti!”. Le dije asombrada 

“¡yo también te conozco a ti!”. “¿Tú eres María Elena?  Yo fui quien llamó a la oficina”. Nos abrazamos y nos besamos, sin recordar aún ninguna de las dos dónde y cuándo nos habíamos conocido.

Pasamos al aula, y toca presentarnos. Cuando llegó mi turno, y termino mi presentación, me dice María Elena muy efusiva: “gracias Tibaire por habernos hecho el preámbulo a algo de lo que vamos a hablar, que se llama Resiliencia”. Yo no cabía dentro de mí, aunque no tenía muy claro de qué se trataba ese nombre tan rimbombante. Desde ese mismo instante, mi Lele, como te digo ahora, comencé a ponerle nombres a numerosos eventos y procesos vividos en mi experiencia de vida, y a reescribir y resignificar mi historia. Comenzaba a sentirme muy acompañada pues la ciencia bastante había hablado ya de mí y de mis acontecimientos (claro, sin decir que era yo), y se afianzaba ese camino de autocomprensión, aceptación del otro y de mí, autocompasión, y amor y entusiasmo por la vida. ¡Por mi vida!

En el Taller había por cierto dos participantes a quienes hoy admiro y amo profundamente. Uno de ojitos claros, quien hablaba muy bonito de su familia y contaba cómo él mismo, así como venía haciendo yo, por iniciativa propia, había dado grandes giros a su vida. Se llama Santiago Porras. Ahora Santi. El otro era un hombre delgado y alto, encantador, que se cambió de puesto y se sentó detrás de mí, y elogiaba mis botines. A partir de ahí, fue un reto concentrarme en las actividades del Taller, pues ese señor dio rienda suelta a una de sus más destacadas fortalezas, y me hacía un comentario detrás de otro, en voz baja, y yo quería reírme a carcajada batiente, y me parecía como algo fuera de lugar en ese contexto. Los chistes y opiniones comenzaron a hacerse públicos, y ahí sí estallaba yo, junto a los demás, en risas muy sonoras. Este hombre nos dijo que una de sus pasiones era tocar el cuatro e improvisar y cantar guarañas. Era nuestro Lionel. Ahora Lío.

Vuelvo a María Elena, a quien desde este momento me referiré como Lele. En el refrigerio, hice huecos en mi memoria hasta que la encontré. ¡Claro! Del Laboratorio Infantil del Instituto de Psicología de la UCV. Se lo dije de inmediato. Me encantaba su desempeño en el Taller, y me iba gustando más aún aquello de lo que nos hablaba, y lo que yo iba descubriendo de mí y de mis  otros significativos para mí,  en los ejercicios que hacíamos. Dios, cómo se puede tener cuatro muchachos y ser tan bella y delgada.

Me impactó a lo largo de las dos sesiones del Taller, que la facilitadora, es decir Lele, usaba un blue jean que me encantaba y que a muchos seguro gustaría, y unas blusas que me parecían muy lindas, y es probable que así le resultaran a la mayoría. Y observé en ella algo que fue de una importancia trascendental en mi vida desde ese momento, y que ahora aprovecho de contarles y de agradecerle a ella con todo mi ser. Llevaba puestos unos zapatos sumamente desgastados. No puedo saber cuántos años de uso tendrían esos zapatos; por cuántos talleres se pasearían, en cuántas aulas de cuántos países estarían, a cuántas personas más espantarían o transformarían positivamente, con tanto desgaste. Eran bajitos, de color marrón o  gris (ya no era posible precisar este dato), rayados de tanta rosca, pelados en las puntas, y de paso puestos sobre unas medias que a medio ver, no combinaban para nada.

El final del Taller. Que qué me llevaba de él, me preguntó. Yo le dije no recuerdo qué. Cualquier cosa. Si esa pregunta me la hicieras hoy, te diría mi Lele: tus zapatos desgastados. Ellos me condujeron a profundas reflexiones sobre la perfección, la imperfección, sobre esa aspiración a niveles de idoneidad inalcanzables humanamente, que me habían torturado desde mi infancia. Yo era un ser humano con blusas lindas y zapatos desgastados, como Lele. En mí podían convivir ellos y no quitar brillo a lo que yo era. El Taller nos dio mucho, quedó maravilloso, hubo grandes aplausos, y la facilitadora lucía zapatos desgastados. Tus calcetines me animaron a darme muchos permisos. A aceptarme mucho más. A ver mis vulnerabilidades y limitaciones de otra forma. A comprender y admitir, que aún con nuestros zapatos desgastados, podemos quedar lucidos, podemos amarnos y aceptarnos, y también otros nos pueden amar y aceptar. Te invito, mi Lele, a llevar en tu equipaje para el vecino país esos calcetines que pudieran contribuir a experiencias expansivas en la vida de otros, como lo fue en la mía. 
Desde mi corazón,…gracias.


Tibaire García

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