Cuando pienso en una playa feliz,
no puedo evitar pensar en Puerto Azul ¡¡¡
Cuanto agradecimiento a mi querido Club!!! Los momentos más felices de mi infancia fueron
ahí, un fin de semana tras otro, un año tras otro, creciendo en sus playas y piscinas.
Le debo dos o tres insolaciones a
40° C porque no había manera de sacarme de la piscina “La culebra”; no me importaba lo intenso del
sol, aun en las temporadas más fuertes del año. Salía solo para almorzar un
perro caliente o hamburguesa, para no invertir mucho tiempo en esa “tarea obligada”
de comer, cuando había taaanto por jugar y disfrutar. Me pasaba muchas horas,
con una amiguita tan fanática como yo, tirando piedritas dentro de la piscina para salir de inmediato a
buscarlas por debajo del agua. Jamás necesite anteojos para proteger los ojos
del cloro, aun cuando me pasaba horas sumergida buceando el fondo.
Luego aprendí a nadar mejor y me hundía
en la piscina de “Los espejos”: Tres o cuatro metros de profundidad para que mi
familia y otros curiosos nos vieran hacer muecas chistosas.
Unos años después, mi hermanita
creció y le enseñe todos esos juegos que antes había aprendido. ¡¡¡Qué bien la pasábamos
juntas!!! Además, la libertad: había mucha seguridad y podíamos recorrer todo
el Club a solas sin tutela paterna (¡¡Yupiiiii!!). Caminar el malecón era tarea
maravillosa cuando aumentó la conciencia de que hacer ejercicio ayudaba a la
salud y a quemar calorías. De un lado veías el mar abierto; azul, profundo e
imponente. Del otro lado, yates de muchos tipos, tamaños y niveles de lujo. Me
hice amiga de los cangrejitos: largos ratos viéndolos caminar por aquellas
grandes rocas, donde, sin saberlo, también meditaba con el romper de las olas
majestuosas. En la noche: el cine, los espectáculos, el golfito y la comida
rica, sin olvidar el bowling.
Mi mamá pasó muchos sustos por cuenta mía, porque cuando yo era adolescente, me pasaba largos ratos en la playa
Oceánica, mas allá de donde rompen las olas, para disfrutar una y otra vez de
ese suave levantamiento. Mami me gritaba desde la orilla para que regresara, y
la verdad, no le hacía mucho caso.
Cuando ya tenía 18 años, papá decidió vender la acción.
El opinaba que ya íbamos menos y se empeñó en hacerlo. Las tres, mi mamá, mi
hermana y yo, nos pusimos muy bravas con él. Solo logramos perdonarlo completamente,
unos 14 años después, cuando yo de adulto y profesional, compre de nuevo otra
acción con mis propios medios. Mi hermana me acompañó a esa subasta donde regateé
y regateé, muy comprometida con lograr aquella acción. En ese momento, la alegría
familiar, la ilusión por regresar a esas hectáreas y aguas maravillosas, además de los espectaculares recuerdos, nos embriagaban
a los cuatro, incluido papá. Era el agradecimiento mínimo que yo le debía a mi
bello Puerto Azul, después de proporcionarme los momentos más felices de mi niñez.
Todavía hoy, medio siglo después, lo honro, lo quiero y le agradezco
infinitamente: ¡Mil gracias por tanto, mi querido Puerto Azul! ¡Gracias!
Maigualida Boedo Paz
Sept 2017
O sea Maigualida, que en esos paseos a Puerto Azul hubo mucho Boedo y poca Paz! Gracias por compartir tan bellos recuerdos.
ResponderEliminarO sea Maigualida, que en esos paseos a Puerto Azul hubo mucho Boedo y poca Paz! Gracias por compartir tan bellos recuerdos.
ResponderEliminarInvitanos Maigua! Y así sumamos recuerdo a Puerto Azul! 😉
ResponderEliminar