lunes, 30 de octubre de 2017


DE LA ESCUELITA A LA UNIVERSIDAD

Cuando tenía 22 años y recién graduado de ingeniero, decidí ir a estudiar inglés a los Estados Unidos. Con mi amigo Fernando, habíamos estado revisando diferentes opciones que nos daba la embajada en Caracas. No recuerdo exactamente porque seleccionamos una escuela en Washington DC, pero supongo que ha debido ser por lo económico.
Ambos teníamos visa de turistas, aún así tramitamos nuestra inscripción y cuatro días antes de partir enviamos un telegrama a la escuela informando que llegaríamos en el vuelo de Viasa, del domingo al aeropuerto de Dulles. ¿Podría alguien imaginarse hoy semejante osadía?  
Sin tener respuesta de la escuela, salimos a Maiquetia. En el stand me preguntaron el motivo de mi viaje y les dije que iba de paseo, y entonces pasé.  Pero mi amigo Fernando que llegó más tarde, respondió que iba a "perfeccionar el inglés en una prestigiosa escuela en Washington" e inmediatamente lo regresaron para que tramitara su visa de estudiante y no pudo viajar ese día, aunque se unió a mí semanas después.  Arribé al aeropuerto de Dulles sin mi compañero, y luego de pasar inmigración y aduana, me conseguí una sala repleta de gente. Sería Dios mismo, que me dirigió la mirada hacia un señor que sentado, sostenía un sobre blanco con un logotipo, que inmediatamente reconocí como el de la escuela donde había aplicado ¡Era el director y dueño  que me había ido a buscar!  Me condujo en su auto a la ciudad, y me llevó hasta una residencia donde me alojaría. En el trayecto me fue hablando, pero poco le entendí. Esa noche confieso la pasé arrepentido de haberme ido.  

Al día siguiente me explicaron como tomar el bus para ir a clases. En la escuela comencé a aprender más español que inglés. Era como un curso de traducción.  El profesor decía "Blanket" y comenzaban todos a gritar: Frazada! Manta! Colcha! Poncho! En ese caso aprendí cómo se le dice en diferentes países latinoamericanos lo que en Venezuela conocemos como "cobija". Estaba decepcionado, tenía que cambiarme, lamentando haber perdido el dinero de la inscripción. Para completarla, el director se había llevado mi pasaporte para tramitarme la visa de estudiante, lo que hizo incrementar mi preocupación al dejarme sin documentos.
Esa misma semana, cuando  esperaba en la parada del bus, vi una caravana de vehículos  aproximándose que se dirigía al Hotel Hilton que quedaba al frente. Algunas personas comenzaron a gritar  "¡The president, the president!". Decidí también correr y me puse en primera fila a la entrada del hotel, logrando ver a escasos metros de distancia al presidente Gerald Ford, que todos aplaudían y saludaban. Una experiencia imposible de repetir en estos días de terrorismo e inseguridad. Lamentablemente no tuve cámara fotográfica a mano para registrar el evento, así que sólo tendrán que confiar en mi palabra si me quieren creer. Ese acontecimiento le dio por lo menos algo de emoción a los primeros angustiosos días de un indocumentado en Washington.
Afortunadamente, días antes de viajar, me habían dado la dirección de un amigo del colegio Don Bosco que  ya tenía más de un año en la ciudad y decidí buscarlo. En esa época no había GPS ni celulares que me hubiesen facilitado la ubicación. Compré un mapa y me fui a pie siguiendo la ruta, creo que caminé como 8 kilómetros, pero valió la pena. Danilo Aponte me fue de gran ayuda. Ese mismo día me llevó hasta ISH (International Student House) en donde conseguí cupo de residencia. Luego fuimos a Georgetown University, la primera universidad católica establecida en los Estados Unidos, y me inscribí en su escuela de idiomas.
Así fue como pasé de una humilde escuelita directamente a la universidad, sin pasar por "High School", y no fue precisamente por mi inteligencia, todo lo contrario, diría que más por mi ingenuidad.
No podría decir entonces que todo eso me pasa solo a mí y al pato Lucas, porque en verdad tiene más de candidez que de otra cosa. El nombre de la escuelita y su director  ni siquiera los recuerdo, pero si conservo siempre en mi memoria el agradecimiento hacia ellos y hacia Dios por haberme permitido comprobar en carne propia que "al inocente lo protege Dios".
Demás está decir que mi estadía en Georgetown y Washington DC terminaron siendo una bendición más del Señor.

Lionel Álvarez Ibarra
Octubre 2017

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