Agapito nació en 1929 en el campo, cerca de la Ciudad de Cúa, en
Venezuela. Creció como todos los niños de la zona; desnudito y descalzo, con lo
cual desarrolló una capacidad inmunológica respetable. Ni los zancudos se
atrevían a picarlo, so pena de ser aplastados de inmediato. Estudió la primaria
en una escuela rural que quedaba en lo alto de una colina, justo encima del
río. Si tenía cuidado observando, y veía a través de los árboles desde la casona de la
hacienda donde vivía, podía ver a lo lejos, a la escuela.
Toda la primaria la estudió
allí; eran como veinte niños de todas las edades. La escuela era un solo salón
con pupitres, un pizarrón de tiza, y muchas ventanas, por las cuales Agapito se asomaba,
para ver de vuelta, la casona donde vivía. El colegio también tenía una
habitación con baño y letrina, donde vivía la única maestra. No tenía escusa
para llegar retrasado al colegio, a menos que hubiera llovido y la quebrada
estuviera crecida. Entonces había que cruzar colgado de una cuerda alta que
pendía de lado a lado. Agapito era tan osado que en medio del río crecido se
balanceaba con fuerza y la gente le gritaba que se iba a caer. Pero nunca cayó.
Isabel se llamó su maestra,
que era una mujer muy bien plantada, con grandes senos, labios carnosos, y
hasta tenía buenas piernas. Lo que más le gustaba de su maestra era que lo
trataba de una forma distinta, quizá por el tipo de conversaciones que había aprendido a tener con la gente de la casona. (En realidad a los 16 sabía que tenía otros atributos). Su
mamá era la cocinera allí. Agapito se graduó de 16 años de los estudios de
primaria y viajaría a la ciudad a seguir estudiando. El día que besó a su mamá
por última vez, antes de partir, ya tenía pantalones de hombre hecho y derecho.
Isabel se había encargado de que se fuera completo. Ya era 1945 y la patria
estaba conmovida políticamente.
En el liceo se inscribió
para ser delegado y llegó a ser presidente del Consejo de Estudiantes. Tenía el
don de la palabra y le gustaba mucho la oratoria, el canto y el derecho. De
hecho, con tan buena voz, al llegar a Caracas en vez de ser artista, tuvo que sacrificar el canto por
los estudios para ser abogado. Y de abogado se graduó con honores.
“Un abogado de la república, quién lo iba a decir”, hubiera dicho su madre de estar viva. Se volvió un abogado litigante ya por los años de 1956, en plena dictadura. Hizo mucho dinero, mucho. Para aquel entonces, solía regresar a la hacienda, a aquella donde había nacido y habría visto a su madre por última vez. De hecho se decía, que la había comprado, aunque le perteneció a un antiguo general de los tiempos del General Gómez, otro dictador. Allí, al lado de la casona, había construido una choza con letrina donde llegaba cuando iba. La choza era muy humilde, pequeña, pero para Agapito era cómoda. Ahí solía ir a descansar.
“Un abogado de la república, quién lo iba a decir”, hubiera dicho su madre de estar viva. Se volvió un abogado litigante ya por los años de 1956, en plena dictadura. Hizo mucho dinero, mucho. Para aquel entonces, solía regresar a la hacienda, a aquella donde había nacido y habría visto a su madre por última vez. De hecho se decía, que la había comprado, aunque le perteneció a un antiguo general de los tiempos del General Gómez, otro dictador. Allí, al lado de la casona, había construido una choza con letrina donde llegaba cuando iba. La choza era muy humilde, pequeña, pero para Agapito era cómoda. Ahí solía ir a descansar.
Tenía como 37 años cuando
conoció a Isabella Josefina, una chica de sociedad que aspiraba independizarse
de su casa. Tuvieron un romance corto, como de tres semanas. Ya para entonces
Isabella había conocido la cama de Agapito, y le gustaba cómo funcionaban
juntos. Tuvieron tres hijos: Agabella, Josepito y Agafina, dos niñas y un varón.
La gente se volvía como loca cuando escuchaban esos nombres tan extraños. Él
había vivido con rabia con ese nombre tan feo por tanto tiempo, que tuvo que hacer algo al
respecto como para mejorarlo. Las amigas de Isabella decían entre sí, cuando tenían conversaciones
de mujeres, en el baño, que lo había hecho para vengarse de su nombre.
Tuvieron relativamente un
matrimonio feliz. Viajaron, educaron a sus hijos por el camino del bien, y ya para entonces, vivían en
democracia. Religiosamente Agapito viajaba a su casa de campo y regresaba
recargado. Pero no todo era feliz; Agapito no era tan generoso con su fortuna,
llegando a parecer tacaño hasta por los desconocidos.
-¿Qué haces tú con el
dinero?, -preguntaba Isabella a ratos.
Agapito guardaba silencio.
Agapito guardaba silencio.
Ya en una época dejaron de
tener lujos, o viajes, aunque los hijos se habían ido a estudiar afuera. Agabella
la mayor, fue la hija mas apegada y le daba tristeza vivir lejos, pero ya había
formado familia en el exterior. La vida de Agapito era del trabajo a la casa y
los fines de semana a la hacienda. Agapito dejó de ver a Isabella, ¡mas bien
verla! Ya no la tocaba ni conversaban. En ese descuido, Isabella conoció cama
con el socio de su marido. Entre los sudores del amor desenfrenado, llegaron a
estudiar la forma de demandar de forma rápida y eficaz para quitarle una parte o el
todo de sus posesiones. Luego de la demanda, venía la congelación y luego el
embargo.
Un día que Agapito llegó a
la oficina temprano, recibió el sobre de la demanda que el propio socio le
entregó en sus manos, aquellas que había extendido por amistad en muchas
ocasiones. Abrió el sobre, lo leyó, le miró a los ojos, bajó la mirada, cerró
el sobre y se fue de allí. No recogió nada de la oficina que de seguro estaba
ya en el congelador de bienes compartidos, y se fue directo a su casa. No
estaba Isabella. No tenía nada que recoger, no estaba ya apegado a nada,
aparentemente. De hecho no se llevó ni el carro, y se fue en autobús a la estación
donde tomó un trasbordo hasta su pueblo. Del pueblo a la hacienda tuvo que
caminar por tres horas. Así, sudado y cansado se refugió en su casita humilde
junto a sus pocas cosas.
Se sentó en su cama a
esperar la visita de los jueces. La demanda incluía el embargo de todos los
bienes, inclusive los que tenía fuera de su casa matrimonial. Isabella conocía
de la existencia de esa propiedad por lo que no fue difícil que los jueces
llegaran hasta allá. Agapito sabía el artilugio que habían usado para que todos
sus bienes fueran embargados. Los jueces llegaron en un camión para el acarreo,
y tocaron la puerta:
-Buenos días, ¿es Ud.
Agapito Pérez?
-Si señor, soy yo- les dijo
-Venimos a ejecutar el
embargo- contestaron
-Artículo 1929 del Código
Civil de la República de Venezuela y vigente- les dijo. Lo recordaba muy bien
por ser abogado, por estar preparado y por ser además el año de su cumpleaños.
Agapito les abrió la puerta
de la casa y los alguaciles entraron, observando una cama vieja, su poca ropa
usada, y unos pocos libros de derecho donde estaba el Código Civil. Agapito lo
tomó en sus manos y con voz pausada de más de 60 años, les leyó que no son
embargables ni la cama, ni la casa, ni la ropa, ni los libros, que era lo único
que había. Los jueces se regresaron con el camión vacío. Más nunca se supo que
pasó con sus cosas, con el congelador del tiempo, con sus carros, sus
posesiones, su cuentas. Isabella nunca consiguió en la su búsqueda, aquella
fortuna gigantesca que sabía que tenía. De hecho investigó por años quién de sus amigos, los pocos que tuvo, podía ser su
albacea. Se murió amargada, sola y en una eterna búsqueda. El novio abogado se
murió en un secuestro, años después de la demanda y años antes de Isabella..
Su hija mayor siempre le
escribía cartas, de esas hechas a puño y letra. Sabía que no había otros medios
tecnológicos para hacerlo. Y además ya era abuela también, y se le hacía difícil
viajar para visitar a su padre, aunque realmente lo amaba genuinamente. Su padre
nunca respondió alguna de sus cartas, a excepción de la última:
-Hija creo que ha llegado la
hora de que el viejo Agapito haga su último viaje. No tengo nada que dejarte.
Solo mi rancho y mi cama. Quiero que te acuestes en ella y pienses en todas las
cosas buenas que quisieras en tu vida, y que deseos profundos que quieres
cumplir- le escribió.
Ciertamente, Agabella no
llegó a tiempo, sus hermanos ni fueron. Ya habían perdido contacto alguno. (De
eso, de la educación, si se había hecho cargo en vida, al dejar una cuenta de
manutención a cada uno, hasta que pudieran hacer sus vidas). Los vecinos lo enterraron bajo una mata de Mijao que había al fondo de su casa.
Agabella se fue preparada para recoger la herencia, pero la puerta estaba
cerrada con candado. No fue difícil romper un candado oxidado y viejo que Agapito
usaba cuando salía a visitar las ruinas
del colegio, donde podía recordar a su primer amor o quizá para rescatar una vieja cama que le había pertenecido a una maestra. La casona de la hacienda estaba abandonada, nadie vivía en ella, solo los vecinos que también la limpiaban.
Agapito sabía que Agabella
amaba este país y que haría casi cualquier cosa por ayudar a otros. Se
entristecía al ver la pobreza, la envidia y la riqueza no demostrada. Le hizo
caso a su papá, se acostó en su cama y cerró los ojos. Trató de pensar en
aquello que la haría feliz. Pensando, se quedó dormida. Al despertar sintió una molestia, como un dolor
de espalda. Algo desbalanceaba la cama, y tratando de arrimarla, se dio cuenta
que era muy pesada. Algo en su interior hacía que la cama estuviese tan
arraigada al piso. Agabella quitó las sábanas, las cobijas y trató de meter la
mano bajo el colchón, pero tampoco pudo.
Miró por la casa, y en lo
que servía de cocina, encontró un cuchillo que usó para abrir el colchón, como
para ver el tipo de "piedras" que tenía dentro de la cama. Al clavar el cuchillo
y abrir el colchón, se cegó por la luz intensa de cientos de monedas de oro que caían al piso, aquellas llamadas morocotas, que se usaban a finales del siglo XIX como medio de intercambio.
Eso era lo que Agapito había hecho año tras año; comprar morocotas. Eran su
mundo, su pasión. Hay quienes hubieran pensado, de saber la historia, que era
una promesa cumplida a su primer amor de juventud, con aquella que perdió la
inocencia. Agabella se regresó a su país; pero antes, enterró la cama
completa al lado del cuerpo de su padre. Pensó que era lo que él hubiese querido. Nadie se enteró de su contenido. (Aunque si comentaron los vecinos entre si, lo
pesada que era para ser una cama vieja.)
Yo conocí a Agabella en un
aeropuerto hace varios años, y me contó esta historia. Yo fui a la hacienda,
conocí el río, las ruinas del colegio y sentí su espíritu rebelde entre las hojas de los árboles movidas por el viento. Al final del
día, antes del atardecer, me senté debajo del MIjao, posiblemente encima de una cama enterrada, a inventar historias de amor,
como esta…
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