Cuando pensamos en Caracas pensamos en El Ávila. Lo vemos, lo sentimos,
y aunque sea metafóricamente, todos lo acariciamos. El Ávila es destino
ineludible sin importar en que parte de la ciudad nos encontremos. Es El Ávila
de todos y también el de cada uno. Un bien particular porque todos lo
saboreamos a nuestro propio modo y estilo.
En el recorrido que va de Petare a la Pastora me tocó vivir El Ávila justo
desde el medio, desde la Castellana. Era
un oasis de verdor, como si fuera continuación de ese cerro esplendido que la
protegía. Sus calles amplias sembradas de apamates y araguaneyes, coloridas y
resplandecientes. . Entrar en su avenida principal era como entrar en una
catedral gótica, de arcos magníficos de frondosos árboles y generosas sombras. Avenidas
pobladas de casas de techos rojos, sin interferencias que entorpecieran la
grandiosa vista. Daba la impresión que si estirabas la mano palpabas sus
laderas y hondonadas.
Podíamos recorrer la urbanización entera, sólo había que esperar el
sonido de la campana que anunciaba la llegada de la carreta para los más
pequeños, y de dos caballos para los más grandes. Media hora duraba la aventura de adentrarse en sus
calles. En la tarde nos llevaban al parque del elefante, allí en lo alto, casi
incrustado en la falda del Ávila. Cobijo del cerro que admiraba los juegos y
risas que moneaban por un enorme
elefante de hierro. O quizás el paseo
tomaba distancia y el destino era la plaza de la Castellana. En cuyo estanque
alimentábamos peces y de vez en cuanto propiciábamos un chapuzón a un hermano
desprevenido.
Muchas mañanas salía a pasear con mi abuelo al pintoresco vecindario de
Chacao. A saludar a Don José el barbero,
Oscar el bodeguero, en cuya bodega hallábamos maravillosos tesoros como eran los caramelos
de maní. También entrabamos en la tienda
de Ítalo el zapatero, plagada de clavos y herramientas, pero sobre todo
recuerdo el olor a cuero y a betún. Mención especial merece el farmaceuta, pues nada le hacía sombra a una bolsita de
Sugar Candy. De regreso, de frente al Ávila, mi abuelo relataba historias y
anécdotas de su amada Corsiga. Yo solo sentía la ternura de sus enormes manos
protectoras. Mi abuelo medía 1,90 y yo solo tenía cuatro años.
Y allí, en medio de tantos
recuerdos, mi memoria me lleva a esa casa que era mi hogar, la quinta Naná. Antes
las casas adoptaban el nombre de la dueña de la casa. Lugar entrañable en mi recuerdo, refugio de
mis primeros amores y aprendizajes.
Mi primer lugar de juegos era un enorme balcón con vista de primera fila
al cerro. Era el hogar de muchas Barbies que mi mamá me compraba en la bomba de
gasolina Shell, de la casa de muñecas y
de los bebés queridos. Allí pasaba horas jugando en solitario, pues de todos
mis hermanos soy la única niña y la más
chiquita. Un día amanecieron todos mis bebes queridos colgados del cuello ante la imperiosa necesidad de mis hermanos de
un punching-ball. Ese día el revuelo fue mayúsculo y los castigos se
repartieron como bollos de pan calientico.
El segundo lugar de juegos era el
jardín. Se confundía con la calle y sin embargo podíamos jugar libres de miedo,
no había carros que nos perturbaran. Las bases del baseball se repartían de
acera a acera y el juego se convertía en algarabía de toda la cuadra. Esa era
mi especialidad, corría las bases más rápido que nadie, por lo que mis hermanos
apostaban a la hora del juego. También
compartía, a parte iguales, las clases de yudo con horas de ballet, curiosa
dupla entre la defensa y el arte.
Hablando de arte, recibíamos
clases de pintura de un sobrino
de nada menos que Don Tito Salas. Trató que yo pintase el Ávila pero yo estaba más
interesada en la espontaneidad del arte abstracto y sus colores brillantes. Sea
lo que sea que resultara de este experimento artístico, los cuadros terminaron
engrosando los depósitos del garaje, esfumadas las esperanzas de mis padres de
tener un Cabré entre sus filas.
La cocina de mi casa era un
espacio luminoso y muy grande, con un ventanal que nos permitía contemplar el
Ávila. A veces nos parecía que él nos
miraba a nosotros. Teníamos la suerte de tener una mamá de esas que demuestran
su amor haciendo lo que mejor saben hacer: cocinar. Una anécdota la retrata: un buen amigo decía
que la casa no debía llamarse “Quinta Naná” sino el tequeño de oro. Lo que
cocinaba hacia las delicias de todos. Sus habilidades culinarias eras excelsas
al elaborar su torta de crema, su pastel de carne, arepitas de pobre, el
chantilly… y pare de contar. Para todos los hermanos, hoy en día, comerse un
pedazo de una buena torta de crema es como volver a la protección de los brazos
maternos. Al ver el Ávila lo reconocemos
como testigo de ese afecto entrañable de
madre.
Así pasaron los años, la infancia quedó atrás con la llegada de la
picosa adolescencia y la construcción de la Cota Mil. Ya ni La Castellana ni yo fuimos las mismas, sin
embargo El Ávila sigue allí, mirándonos
y dejándose admirar. Quizás más herido que El Ávila de mis recuerdos, pero
siempre imponente y vigilante. Lleva en su memoria mi infancia y la de muchos
caraqueños, lleva en su memoria la historia entera de Caracas, del corazón de Venezuela.
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