Ya un ángel
de apellido Ceballos, como invitado especial en la corporación a la que yo
representaba, me había presentado algo muy novedoso para mí conocido como
“Psicología Positiva”. Interesante, pensé. Distaba bastante de mi formación
académica y profesional hasta ese momento, mas calzaba bastante bien con las
experiencias personales de mis últimos años de vida hasta entonces. Me
conmovieron en forma especial aquellos planteamientos. Pudo ser el año 2009,
tal vez.
Acostumbraba
yo asomarme al facebook con frecuencia. Una que otra vez vi por allí unas
publicaciones que hacía un amigo muy querido por mí, a quien conocí en los
pasillos de mi UCV, a quien por cierto tenía yo muchos, muchos años sin ver, sobre una Sociedad Venezolana de Psicología
Positiva, ofreciendo algunas actividades que impresionaban gratamente mi
atención. Ese sentimiento iba unido a un susto tímidamente perceptible para mí,
pues el término “Positiva” (con ideas muy sutiles sobre él, que me habían
quedado de Ceballos), me llevaba a terrenos que durante mi formación académica
no fueron precisamente de mi interés. Recuerdo haber tenido pensamientos como:
“qué hará Ivan en ésto”; “yo recuerdo que él se formó en industrial”; “era un
estudiante responsable, serio y comprometido”. “Entonces, esto probablemente
sea bueno. Debe tener un duro respaldo científico. Nada, Tibaire, si él está
ahí, atrévete en algún momento”.
Junio 2011.
Veo en facebook la promoción de un “Taller de Introducción a la Psicología
Positiva”. Con cierto temor, me empujé. Llamé y me inscribí. Facilitadora:
María Elena Garassini. “No sé, pero me suena. ¿Será que la conozco?”. “Bueno,
ya veré de quién se trata”. Pedí el correo de Ivan. Le escribí. Me llamó.
“Mañana llegaré muy tempranito para saludarte antes de empezar el Taller”. No
podía yo con tanto.
Llegó el
día. Dentro de mí había poco espacio para tanto entusiasmo. Mi reencuentro con
Ivan; conocer más sobre eso que llamaban “Psicología Positiva”; encontrarme con
quién sabía quiénes, ver por fin a esa
María Elena Garassini, y saber de qué nos hablaría, y asistir a una actividad
académica luego de varios años de dura lucha en que mi prioridad había sido
levantar y recomponer el cuerpo, la mente, el espíritu, las relaciones, la
vida, para sanarme ante una pesada enfermedad
Me fui tan temprano,
que decidí llamar a la oficina de la Sociedad pensando si me habría equivocado
yo de lugar, pues no llegaba nadie. Del otro lado oí una voz muy agradable, alegre,
enérgica, entusiasta y súper receptiva. Justo lo que yo necesitaba en esos
momentos de mi historia. “¡Vamos bien!”, pensé. Le pregunté si era ella María
Elena, y me dijo que sí, que estaba yo en el sitio correcto, y que muy pronto
iría hasta allá para iniciar el Taller con los participantes que fuesen
llegando.
Al poco rato
se asomó por la escalera un hombre que ya no era flaquito, sino más bien
gordito, con canas, bigotes y barba. El abrazo era el mismo, y hasta más
amoroso. La sonrisa también. El afecto intacto. Ivan de mi alma.
Iban
llegando los asistentes. Había ya varios, cuando interrumpe la calurosa y
atropellada conversación que teníamos Ivan y yo, una mujer que al subir el último escalón me dice
“¡Yo te
conozco a ti!”. Le dije asombrada
“¡yo
también te conozco a ti!”. “¿Tú eres María Elena? Yo fui quien llamó a la oficina”. Nos
abrazamos y nos besamos, sin recordar aún ninguna de las dos dónde y cuándo nos
habíamos conocido.
Pasamos al
aula, y toca presentarnos. Cuando llegó mi turno, y termino mi presentación, me
dice María Elena muy efusiva: “gracias Tibaire por habernos hecho el preámbulo
a algo de lo que vamos a hablar, que se llama Resiliencia”. Yo no cabía dentro
de mí, aunque no tenía muy claro de qué se trataba ese nombre tan rimbombante.
Desde ese mismo instante, mi Lele, como te digo ahora, comencé a ponerle
nombres a numerosos eventos y procesos vividos en mi experiencia de vida, y a
reescribir y resignificar mi historia. Comenzaba a sentirme muy acompañada pues
la ciencia bastante había hablado ya de mí y de mis acontecimientos (claro, sin
decir que era yo), y se afianzaba ese camino de autocomprensión, aceptación del
otro y de mí, autocompasión, y amor y entusiasmo por la vida. ¡Por mi vida!
En el Taller
había por cierto dos participantes a quienes hoy admiro y amo profundamente.
Uno de ojitos claros, quien hablaba muy bonito de su familia y contaba cómo él
mismo, así como venía haciendo yo, por iniciativa propia, había dado grandes
giros a su vida. Se llama Santiago Porras. Ahora Santi. El otro era un hombre
delgado y alto, encantador, que se cambió de puesto y se sentó detrás de mí, y
elogiaba mis botines. A partir de ahí, fue un reto concentrarme en las actividades
del Taller, pues ese señor dio rienda suelta a una de sus más destacadas
fortalezas, y me hacía un comentario detrás de otro, en voz baja, y yo quería
reírme a carcajada batiente, y me parecía como algo fuera de lugar en ese
contexto. Los chistes y opiniones comenzaron a hacerse públicos, y ahí sí
estallaba yo, junto a los demás, en risas muy sonoras. Este hombre nos dijo que
una de sus pasiones era tocar el cuatro e improvisar y cantar guarañas. Era
nuestro Lionel. Ahora Lío.
Vuelvo a
María Elena, a quien desde este momento me referiré como Lele. En el
refrigerio, hice huecos en mi memoria hasta que la encontré. ¡Claro! Del
Laboratorio Infantil del Instituto de Psicología de la UCV. Se lo dije de
inmediato. Me encantaba su desempeño en el Taller, y me iba gustando más aún
aquello de lo que nos hablaba, y lo que yo iba descubriendo de mí y de mis otros significativos para mí, en los ejercicios que hacíamos. Dios, cómo se
puede tener cuatro muchachos y ser tan bella y delgada.
Me impactó a
lo largo de las dos sesiones del Taller, que la facilitadora, es decir Lele,
usaba un blue jean que me encantaba y que a muchos seguro gustaría, y unas
blusas que me parecían muy lindas, y es probable que así le resultaran a la
mayoría. Y observé en ella algo que fue de una importancia trascendental en mi
vida desde ese momento, y que ahora aprovecho de contarles y de agradecerle a
ella con todo mi ser. Llevaba puestos unos zapatos sumamente desgastados. No
puedo saber cuántos años de uso tendrían esos zapatos; por cuántos talleres se
pasearían, en cuántas aulas de cuántos países estarían, a cuántas personas más
espantarían o transformarían positivamente, con tanto desgaste. Eran bajitos,
de color marrón o gris (ya no era
posible precisar este dato), rayados de tanta rosca, pelados en las puntas, y
de paso puestos sobre unas medias que a medio ver, no combinaban para nada.
El final del
Taller. Que qué me llevaba de él, me preguntó. Yo le dije no recuerdo qué.
Cualquier cosa. Si esa pregunta me la hicieras hoy, te diría mi Lele: tus
zapatos desgastados. Ellos me condujeron a profundas reflexiones sobre la
perfección, la imperfección, sobre esa aspiración a niveles de idoneidad
inalcanzables humanamente, que me habían torturado desde mi infancia. Yo era un
ser humano con blusas lindas y zapatos desgastados, como Lele. En mí podían
convivir ellos y no quitar brillo a lo que yo era. El Taller nos dio mucho,
quedó maravilloso, hubo grandes aplausos, y la facilitadora lucía zapatos
desgastados. Tus calcetines me animaron a darme muchos permisos. A aceptarme
mucho más. A ver mis vulnerabilidades y limitaciones de otra forma. A comprender
y admitir, que aún con nuestros zapatos desgastados, podemos quedar lucidos,
podemos amarnos y aceptarnos, y también otros nos pueden amar y aceptar. Te
invito, mi Lele, a llevar en tu equipaje para el vecino país esos calcetines
que pudieran contribuir a experiencias expansivas en la vida de otros, como lo
fue en la mía.
Desde mi corazón,…gracias.
Tibaire
García
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