lunes, 25 de febrero de 2019

La escritura y mis razones




    


     La palabra escribidor siempre me ha gustado, sonora y sin arrogancia. Como escribidor no sé si las palabras habitan en mí o yo en ellas. A veces se asoman, otras descubren, siempre iluminan los mapas de mis comprensiones, la magia de mis amores  y los ríos de mis contradicciones.   
    Al escribir las amarras se sueltan. Se consume una hoguera de recuerdos innombrables con la esperanza de que el viento arrase las cenizas.  Al mismo tiempo se atesoran recuerdos que no pueden dejar de estar presentes porque son lo que somos: gratitud de un alma que se mira en el espejo y con humildad acepta y ama lo que ve.
   Es no medir el tiempo porque cada palabra colma la eternidad del instante, abreviando el sosiego y la tormenta, la pasión, el miedo y el coraje, el gozo y la tristeza, la ignorancia y, quizás a veces, la sabiduría.
    Escribir me acerca a los otros con una solidaridad  llena de ternura. Compañera de ruta u olor de madre, me dijo una vez un amigo. Mis maneras de compartir  con otros que son presencias perdurables e imprescindibles.
    Cuando se escribe se siente gula de placer y de dolor  al mismo tiempo. Equilibrio de esa humanidad que no podemos dejar de sentir, sin saber si  se escribe por elección o por necesidad, o quizás ambas. Al entender que soy un aprendiz que ama escribir, ama a la gente y a la vida, escribir tan  sólo sea entrar a esa vida con el pecho descubierto y las alas desplegadas.
    Una palabra viene a mí: plenitud. Una vez leí, no recuerdo donde, “plenitud,  esa maravillosa sensación de  tenerse a sí mismo”. Eso es escribir.

Irma Wefer

    




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