La palabra escribidor siempre me
ha gustado, sonora y sin arrogancia. Como escribidor no sé si las palabras habitan
en mí o yo en ellas. A veces se asoman, otras descubren, siempre iluminan los
mapas de mis comprensiones, la magia de mis amores y los ríos de mis contradicciones.
Al escribir las amarras se sueltan. Se consume una hoguera de recuerdos innombrables
con la esperanza de que el viento arrase las cenizas. Al mismo tiempo se atesoran recuerdos que no
pueden dejar de estar presentes porque son lo que somos: gratitud de un alma que
se mira en el espejo y con humildad acepta y ama lo que ve.
Es no medir el tiempo porque cada palabra colma la eternidad del
instante, abreviando el sosiego y la tormenta, la pasión, el miedo y el coraje,
el gozo y la tristeza, la ignorancia y, quizás a veces, la sabiduría.
Escribir me acerca a los otros con una solidaridad llena de ternura. Compañera de ruta u olor de
madre, me dijo una vez un amigo. Mis maneras de compartir con otros que son presencias perdurables e
imprescindibles.
Cuando se escribe se siente gula de placer y de dolor al mismo tiempo. Equilibrio de esa humanidad
que no podemos dejar de sentir, sin saber si se escribe por elección o por necesidad, o
quizás ambas. Al entender que soy un aprendiz que ama escribir, ama a la gente
y a la vida, escribir tan sólo sea
entrar a esa vida con el pecho descubierto y las alas desplegadas.
Una palabra viene a mí: plenitud. Una vez leí, no recuerdo donde,
“plenitud, esa maravillosa sensación
de tenerse a sí mismo”. Eso es escribir.
Irma Wefer
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