Amelia es una señora mayor. Debe tener como 80 años que no aparenta, pues fue muy activa cuando era
empleada del Ministerio de Educación. Es maestra jubilada y vive en una casa
mediana, cómoda y ahora desgastada por el tiempo.
Tiene una familia mediana; le
queda un hermano menor y tres hijos que
se fueron del país con sus nietos; (como seis). Ella no ha tenido mucho contacto con ellos últimamente.
Vive de la pensión, de la jubilación y de una ayuda pequeña que le da su hermano.
Con los años, enfermó de Alzheimer, una terrible enfermedad
que aunque leve por ahora, se potencia con la personalidad bipolar que ha
desarrollado en soledad. Vivía sola entonces; independiente. Con su carro viejo
y destartalado, hacía mercado y
regresaba. En las crisis de ambas enfermedades, gritaba, insultaba, rompía
cosas, hasta que chocó su carro viejo contra el muro de la casa de enfrente,
con pérdida total. Luego de eso, caminaba con su paraguas azul, ya desgastado y
con un sobrerito de paja "ruñido" como para protegerse del clima. Cuando no se alineaban
las enfermedades, era una señora dulce, amable, ocupada de los demás, y colaboradora.
Necesitaba estar medicada pero ya no tenía a nadie que se lo dijera, recordara
o la cuidara. Así es la vejez en soledad y peor si se está enfermo.
En las crisis y en los gritos, se llegó a llamar a la policía,
a la fiscalía, y a la defensoría, ya que no había familia alguna que la
atendiera. Entre todos, más o menos se dijo, “no podemos hacer nada, está en su
casa” o “los hijos están afuera”. Un día, ella se empezó a despedir porque “ique
la iban a internar en un lugar de esos…”. Y así fue, se dejó llevar. A los días, de “ir a no sé donde”, llegaron todos los hijos viajeros,
remodelaron la casa y la pusieron en
venta.
Amelia ya entregada a su realidad, llegó a la Casa Hogar San
Miguel. Allí conoció a Martha.
Martha es una joven de 19 años, estudiante de artes
gráficas, una especie de artes integradas, pero de tres años de duración; es como un técnico superior. Se
puso de novia con un jovencito recién graduado dos años mayor que ella.
Martha tiene un hermanito de tres años y vivía con su papá y su mamá. Un día,
la mamá le dijo que se iban del país, que se fuera a vivir con el novio, porque
no se la podían llevar. A las semanas lo cumplieron y la dejaron en la calle,
abandonada. Su novio, efectivamente, se la llevó a la casa de sus padres donde
vivía, pero con la condición de matrimonio. Hoy está sola acá y con su marido.
Viven independientes y trabaja en sus ratos libres en el Hogar San Miguel, ya
que le piden en el instituto, 200 horas de servicio social comunitario. Martha
se enamoró de inmediato de Amelia; es como su “abuelita”. Ahora medicada y
atendida, espera impaciente y ansiosa la llegada de la hora de su “nietecita”.
Por horas charlan, bailan, pintan, se cuentan historias reales o ficticias
dependiendo de cómo haya amanecido la memoria, pero siempre a través de un
vínculo maravilloso que da el querer.
En la Casa Hogar San Miguel hay como 180 ancianos de los
cuales, 80 son huérfanos, es decir, que sus parientes los llevaron, le pagaron
los primeros meses, pero que luego se “diasporizaron”, dejando de pagar. Casi
la mitad, lo que quiere decir que los encargados deben hacer un 50% más de esfuerzo para
conseguir recursos que cubran los gastos de
todos. El hogar es de tipo mixto además, por lo que hay cuidados
especiales según el género. La casa hogar es atendida por monjas y la directora
del centro es la Madre Angustia. De noche y a veces, implora para que los
parientes aparezcan y atiendan a sus huérfanos. Se pregunta si su nombre tendrá
que ver con esta condición humana actual. Los abandonados huérfanos de la tercera edad, es otra realidad muda del país, aquella de la
que no se habla, de aquellos “dejados” que no se pueden ir, que se quedan a
juro y además, en la peor condición humana: el olvido.
Un día, coincidió Amelia jugando con Martha, con la Madre
Angustia. La invitaron a jugar. El juego consistía en contar y escenificar
recuerdos de la infancia, de lo cual a Amelia le quedaban bastantes aun. Ahora
con sus medicinas, vive más tiempo del lado luminoso, aunque a veces tiemblan
todos en la casa, al llegarle la noche
oscura a la mente. Las tres jugaron por mucho tiempo. Angustia contó que su familia era de los Andes
pero que todos habían cruzado por Colombia y se habían regado por América.
Siempre reza por todos ellos y sabe en silencio, que ellos rezan por ella
también. Para alimentar a los ancianos, ella debe viajar una vez a la semana
por el país para conseguir verduras y otros alimentos que puedan pagar con su
presupuesto, que rasguña entre los que pagan, con los regalos que reciben y con
las donaciones.
Lo que no sabe la familia de Amelia es acerca de la cuenta “gorda”
en moneda extranjera que tiene, que recuerda y que la sombra del olvido no ha
llegado a borrar, porque la abrió cuando joven, cuando se podía viajar. Hoy,
las tres celebran las bendiciones de la vida,las sorpresas y el asombro de las
cosas que nos pasan sin buscar, del futuro y del querer. Hoy, las tres se
abrazan, lloran de alegría, y celebran que están juntas, (entre otras cosas).
Alberto Lindner
Con esta historia solo quise decir que no siempre nos pasan las cosas malas por mal... a veces, tienen un final distinto
ResponderEliminarEsa historia es muy hermosa Alberto. Gracias!
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