martes, 13 de febrero de 2024

Querida quinta Desiré

 Querida Qta. Desiré:

Hace unos días unos amigos me preguntaron por la casa de mi infancia. Una cálida sensación de complacencia empezó a colarse en mi consciencia. 

Siempre olías bien, a mango de hilacha, a tierra mojada, a mantequilla batida y a galletas recién horneadas. 

El sonido de las chicharras y los sapitos siempre estaba presente, especialmente al caer la noche, ya bañados y listos para dormir.  

Entre tus paredes grabé mis más tempranos recuerdos. No había nada de extraordinario en una pequeña de 21 meses corriendo al balcón anunciando la visita del Presidente Kennedy, pero contado por mi papá,  era un relato lleno de orgullo y, para mis oídos, la confianza en lo que yo era capaz de hacer. 

Cuando éramos niños, tu anatomía era algo distinta. Pero no te inquietes, nos pasa a todos. Al cruzar el portón, a la izquierda, un hermoso mango cubría de sombra la escalinata que llevaba a la puerta principal.  A la derecha, la quebrada que me servía de cocina para preparar el barro con el que  hacía tortas y arepas. Los sapitos que nos arrullaban en las frescas noches de Los Chorros vivían en mi cocina infantil.  Te llenabas de pequeñas flores silvestres, rojas, rosadas y blancas con unas vainas explosivas que regaban sus semillas cuando alguna mano traviesa las tocaba.  

Más abajo estaba el patio cubierto de monte. Desde la terraza dominábamos ese patio salvaje que fue el escenario de castillos medievales, expediciones a la jungla y aventuras del lejano oeste. 

También eras nuestra cómplice.  Entre los pilares de la baranda de la terraza, una mañana de diciembre, curiosos y desobedientes, nos asomamos a ver los torpes intentos de nuestros padres de beneficiar el pavo emborrachado que comeríamos esa navidad.  Algo hiciste que provocó que ellos voltearan hacia arriba y nos vieran.  Se rindieron.  El pavo fue indultado y tu te ahorraste esa memoria… nosotros también.  

Cuando tembló, te sacudiste con fuerza… ¡qué susto! Al pie de la escalera vivimos las noches siguientes como una aventura.  Comíamos salchichas y carlotinas a la parrilla mientras los adultos escuchaban las noticias en la radio del carro.  

Un par de semanas luego de la muerte del tío Carlos, mamá nos reunió al pie de la escalera. Nos preguntó qué pensábamos de la idea de que la tía Bertha y sus cinco hijos vinieran a vivir con nosotros por unos meses.  Brincamos de emoción.  ¿Lo recuerdas?  ¡Cómo podrías olvidarlo! ¡Ocho niños y una bebé! Con afán y entusiasmo, empezamos a levantar paredes con una material que llamaban cartón piedra y de tus salones y corredores salieron habitaciones. La terraza era ahora el comedor con una gran mesa en la que cabíamos todos.  Las mañanas de colegio eran divertidas. Corríamos al carro con nuestras loncheras y morrales para tratar de agarrar el mejor puesto.  Cuando volvíamos, siempre tenías mangos listos para nosotros.  Nos quitábamos las camisas y los engullíamos con delicioso placer.  Mi mamá decía que sólo habían sido unos meses. Pero lograste que cada vez que los primos nos vemos, el recuerdo no es el pesar de la muerte del tío Carlos sino la emoción de vivir en un campamento de verano en plena temporada escolar. 

La última noche que dormimos en tus brazos casi no dormimos.  Era el 20 de julio de 1969.  El Hombre estaba por llegar a la luna. Las voces de Edgardo de Castro y Oscar Yáñez llenaban tus espacios.  Nos acomodamos frente a la televisión con almohadas y cobijas y esperamos ese extraordinario momento.  Al día siguiente nos despedimos de ti y nos fuimos a la casa en donde todavía vivo.  

Te pido permiso para compartir estos recuerdos con mis amigos. Aprovecharé también para enviárselo a mis hermanos. Seguro se sentirán tan contentos como yo lo he estado al escribirte esta carta. 


Ya ves que te recuerdo siempre, 


Lila

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