domingo, 28 de abril de 2024

camino a la espiritualidad/Lila Vega

Autor: Lila Vega

 ¿El camino de mi espiritualidad ?  Se sonrió, no consideraba que esa era una de sus características más relevantes.  Era más bien una persona de acción. Pero, la pregunta no desaparecía.  ¿Cuál era su dimensión espiritual?  ¿Cómo la entendía? 

Recordó su primera experiencia de voluntariado.  
Se ponía su uniforme escolar como todos los días pero, en lugar de bajarse en su colegio con sus hermanos, se quedaba unos metros más allá, en la entrada de la comunidad de El Placer de María. Su escuela había construido un centro comunitario ahí. Durante un mes, ella trabajaría con un grupo de niños. Les ayudaría con sus tareas escolares. 
Para llegar al pequeño salón había que bajar una escalinata empinada y cruzar un corto puente. Tenía un pizarrón, unas repisas con libros, ocho pupitres y grandes ventanas que dejaban entrar la luz y la brisa. 

El primer día tomó un pedazo de tiza y, tal cómo hacían en su escuela, escribió en la pizarra « Baruta , 20 de junio de 1972 » Luego escribió su nombre, se sentó y esperó que llegaran sus alumnos.  Entraron corriendo.  Unos eran muy jóvenes, siete años tal vez.  Había un par que seguramente eran mayores que ella, 13 o 14 años. Les hizo algunas preguntas y luego escogieron un cuento para que ella lo leyera.  Recordaba la maravillosa narración que América Alonso hacía de Pedro y el lobo e hizo su mejor esfuerzo por ofrecerles un relato emocionante. Leer cuentos terminó siendo su actividad favorita en esas cuatro horas diarias de trabajo. 

A media mañana llegaba la merienda.  Casi siempre era un sanduchito con jamón y queso y una mandarina.  Los niños se alegraban al recibirla.
Desde las ventanas del salón podía ver la extensión del Placer de María.  Estaba enclavado en una ladera con una inclinación de no menos de 60 grados.  Las casas de bloque se incrustaban en la montaña y una interminable secuencia de escaleras comunicaban unas casas con otras.   De los postes de luz colgaban marañas de cables que llegaban a cada casa. Algunas edificaciones eran de dos piso, otras tenían techos de zinc.   

Empezó a identificar las diferencias entre esta comunidad y su vecindario. En el suyo siempre había agua, los cables de electricidad eran subterráneos y no había aguas negras en la vía pública.  Pero a medida que fueron pasando los días, la joven voluntaria empezó a ver otras cosas.  Era un vecindario unido. Ella no sabía cómo se llamaban los vecinos que vivían a cinco casas de la suya pero para esta gente parecía importante conocer bien a los suyos.  
Algunos días, las madres de los niños se acercaban a buscarlos. Le gustaba cuando eso pasaba.  Siempre eran amables con ella y le daban las gracias por el trabajo que hacía con sus hijos. Con frecuencia le traían algún dulce hecho en casa.  Fue ahí cuando probó por primera vez una galletas muy oscuras, olorosas a melaza y deliciosas, catalinas les decían. 

Al finalizar el mes, se despidió de sus alumnos que ya habían terminado su año escolar al igual que ella.  Se sintió satisfecha con lo que había logrado. 
Esa experiencia la marcó.   Todos los años se acercaba a preguntar si había algún trabajo para ella.  Y siempre encontraban la manera de incluirla en alguna actividad.  Años más tarde, ya siendo pediatra, pasaba una mañana a la semana haciendo consulta en el mismo salón en el que había dado clases a ese pequeño grupo de jóvenes.  

Fue una oportunidad para ver el mundo desde otro lugar.  Descubrió que servir a un propósito más grande que ella le hacía sentir bien y le daba sentido.  ¿Trascender?  ¿Apreciar la belleza que se esconde detrás de nuestros prejuicios? 
Se reclinó y agradeció la pregunta que le habían hecho.  No le había dado crédito a su espiritualidad. No se había dado cuenta de lo cotidiano de su experiencia.

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