Episodio 1: La Aventura
Puente del 1ro de Mayo de 1989. Ese año el día del
trabajador cayó lunes, por lo que nuestra amable idiosincrasia nos permitía la
excusa perfecta. Transitaban los últimos meses de mis 17 años, momento en que
las ansias alocadas de llegar a aquella fecha icónica para cumplir la mayoría
de edad, nos hacía pisar ese acelerador
temporal digno de ser estudiado por Albert Einstein o Stephen Hawking.
Éramos un grupo de 15, entre aún adolescentes y los que
ya habían cruzado la meta. Cuatro carros y una ilusión bastaron para dar el
paso que marcó nuestras vidas, y que en parte nos hace lo que hoy somos. ¡Sí
señor! nos vamos para Morrocoy, cueste lo que cueste, caiga quien caiga, se
oponga quien se oponga. La rebeldía adolescente se impuso. Tres días de la
ansiada libertad, sol, playa y rumba. Y aún así, cada uno se llevó a cuestas y
sin saberlo, el equipaje mágico que nuestros padres supieron empacar muy bien
en nuestras mentes: precaución, cordura y una pequeña lonchera llena de
responsabilidad.
El grupo era variado pero unido, nos conocíamos muy
bien. Estudiantes en su mayoría, uno que otro rebelde que no quiso estudiar y
que ya trabajaba, pero lo más importante y que siempre cuidamos al extremo, la
regla de oro de nuestra cuadra en aquella calle Lisandro Alvarado de Santa
Mónica, quizás la única que siempre estuvo limpia, por lo menos en nuestra presencia.
Nada de drogas.
Viernes 28 de Abril, 3 de la tarde, hay que poner a tono los carros. En
realidad no nos enfocamos mucho en la parte mecánica, lo importante era llevar un
buen equipo de sonido y unas buenas cornetas (no como las de ahora, claro está),
pero por lo menos algo digno de Jhon Lennon, Tracy Champman, y la changa de los
80.
Episodio 2: Adios Mamá.
12:00 de la medianoche del viernes, momento de la partida. Nuestra mejor
arma, Yonathan, quien tenía una miniteca llama “Red Ligth”. Él llevaba consigo
el Gran Bajo (un cajón tipo corneta de DJ), y algunos reflectores de luz, pero
que significaban la mayor diversión del viaje, música y luces que en esa época
hacían de las suyas en nuestras almas para llevarnos a momentos inimaginables de alegría y disfrute.
Así partimos hacia lo desconocido, los más expertos lideraban el grupo. Más
atrás, los que nos rebelamos y desafiantes nos fuimos sin la buena pro de
nuestros padres. En una época en la que los teléfonos celulares eran una simpática
atracción de la serie “Miami Vice”, sólo nos acompañaban unos “Walkie-Talkie”
que nos permitían comunicarnos entre carro y carro, casi como lo hacía la Policía
Metropolitana de la época.
Episodio 3: ¡Sanos y Salvos!
Sábado 29 de Abril, 6 de la mañana, llegamos a Tucacas, Edo Falcón. El
viaje transcurrió sin contratiempos y muchos ojos pelaos. Hicimos una larga
fila para utilizar el único teléfono monedero cantv que había en los alrededores
y aliviar un poco el insomnio de nuestros padres. Era la hora de cargar
provisiones. Hoy día me sigo riendo de lo que para nosotros, en ese momento,
eran las provisiones para pasar 15 personas y un niño de dos años, los 3 días y
2 noches en un Cayo desamparado del Parque Nacional Morrocoy: 1 bolsa negra (sí,
las de basura) llena de pan de los de antes, los pequeñitos que llamaban de a
locha, como 7 kilos de queso paisa rebanado y 7 kilos de jamón de espalda (que
era más barato). Por supuesto que el único que llevaba una dieta más o menos
balanceada era José Domingo, el pequeño de 2 años, hijo de la única chica del grupo
y que era la hermana de uno de los muchachos.
A esta compleja combinación de proteínas, grasas y carbohidratos lo
acompañaban: 15 Mazinger (Hoy conocida como “pata de elefante”) de Ron Cacique,
unas 7 botellas de Ginebra Gordons y mucho jugo de naranja. Definitivamente,
hay que tener 18 años – ish para
sobrevivir a esto.
Sábado 29 de Abril, 9 de la mañana, llegó el momento, ya cuadramos el
peñero que nos llevaría hasta Cayo Sombrero, islote insignia de la mejor rumba
del parque nacional. No quiero sonar pretencioso, pero el resto de las veces
que he ido a Morrocoy, jamás he visto un peñero como ése. Es el único peñero
que he visto con un bajo de miniteca instalado, alimentado con la batería de un
carro y un reproductor de cassette (de esos que se sacaban como una gaveta), todo proveniente
del Chevette dos puertas de Camilo. La música se hizo presente, y vivimos el
viaje en lancha más maravilloso del mundo. Sólo en ese momento, los más
atrevidos e inexpertos, se atrevieron a destapar las primeras cervezas de la mañana aún
calientes, sólo para terminar lanzándose al agua cerca de la
orilla con ropa y cartera incluida, y sembrando su cara en la arena del Cayo durante
horas antes de recuperar la conciencia.
Esa noche me convencí de que los acumuladores Duncan no tienen comparación
(por lo menos en esa época), pues nuestra carpa fue la discoteca del fin de
semana, y esto incluyó, música y show de luces. Por supuesto que no hubo menos
de 50 personas bailando hasta más no poder en frente de nuestra
carpa hasta más allá del amanecer.
El domingo 30 de abril transcurrió en completo relax. Fue la primera y
última vez que me cepillé los dientes usando “Cacique” en vez de “Colgate”, y
apartando unas pequeñas dificultades para abrir unas latas de atún y la eterna espera
del peñero que traía el hielo, fuimos felices. Fuimos libres, fuimos nosotros,
los muchachos de la cuadra. Y al compas de las notas de la guitarra del Gordo
Roberto interpretando “Father and Son” de Cat Stevens, descubrimos que los
lazos que nos unían eran completamente legítimos.
Episodio 4: Cómo pasar un
susto a la Cuba Libre
Esa noche del domingo, luego de disfrutar la ya instalada discoteca
frente a nuestra carpa, el cansancio hizo lo suyo, y haciéndome “el loco”, me
escurrí a dormir a eso de las 4 de la madrugada. No habían pasado 15 minutos
cuando una sacudida extraña e inesperada me hizo brincar de la superficie sobre
la que me había acostado. Lo primero dije fue “Juro que no tomo más Ron” pero
enseguida comencé a escuchar los gritos de las personas que indicaban que lo
que en realidad pasaba era que había un temblor. ¡Por Dios!, en medio de la
nada, en una pequeña isla y viene a temblar. Al salir de la carpa pude ver la
silueta de las palmeras iluminadas por una hermosa luna llena, bailando de lado
a lado, como si fueran de plastilina. Ése es el impresionante recuerdo que
tengo de lo que más tarde supimos fue un sismo de considerable magnitud que
tuvo como epicentro San Juan de los Cayos. Afortunadamente, en esa
época aún no habíamos visto todas las películas y videos de Tsunamis de hoy en
día, y aún así hubo quien dijo que tomaría el “primer peñero que viniera para
Caracas”, como si al pobre peñero le salieran ruedas para llegar hasta la
capital.
Hoy día somos conscientes de la angustia que vivieron
nuestros padres al conocer la noticia del temblor, pues Digitel, Movistar y
Movilnet eran una fantasía por esos días. Pero en honor a la verdad, debo
confesar que para nosotros fueron suficientes unas cuantas Cuba Libre para
dejar atrás el movimiento telúrico.
Episodio 5.: El regreso
Lunes 1ro de Mayo 1989. Luego de terminar de amanecer con la misma de la noche
anterior y usando como excusa el fulano temblor, regresamos en una lancha en
medio de un mar picado y muy agitado. Unos rezaban, mientras otros hacían lo
propio del Cosaco Ruso. Sin mayor contratiempo llegamos al embarcadero donde habíamos dejado los carros, y ante los ojos
atónitos de todos nosotros, el Chevette de Camilo prendió sin necesidad de
auxiliarlo, con la misma batería que sirvió de planta eléctrica para todo el
viaje (insisto, ¡que batería tan buena!). Así emprendimos el regreso,
convencidos desde ese mismo momento, que por el resto de nuestras vidas
recordaríamos ese viaje, así como el glorioso momento en que degustamos unas
deliciosas y bien calientes hamburguesas callejeras en Valencia Edo Carabobo.
Episodio Final: El Magno
Evento
Durante años el “Viaje a Morrocoy”, ha sido ícono de nuestra historia
personal, y hasta el día de hoy no hay forma que no salga a relucir en
cualquier reencuentro de algunos de los 15 que nos arrojamos a aquella aventura
de muchachos. No hay duda que no seríamos los mismos sin haber vivido la extraordinaria experiencia, y que en todos nuestros corazones, siempre habrá un
lugar, por más pequeño que sea, para honrar y agradecer a la vida por aquellos
3 días que de alguna manera saboreamos al máximo. Morrocoy fue nuestro Woodstock, y así lo recordaremos y reviviremos por siempre.
Allí fuimos únicos, un día a la vez, una hora a la vez, un minuto a la vez. Sus
recuerdos seguirán plasmados en nuestras mentes por siempre. Nuestros hijos
conocerán la historia, sólo pido a Dios que ellos también puedan vivirla (pero
con celular, por supuesto).
Este pequeño recuerdo está dedicado a los 15 de la cuadra y al pequeño
Jose Domingo (hoy no tan pequeño), protagonistas del llamado “Magno Evento”,
pero con muchísimo amor, cariño y sentimiento, a la memoria de nuestro amigo, hermano
y el único integrante de aquel maravilloso viaje que hoy ya no está con
nosotros. Camilo José Temes Urbina. Hermano: Tus alas de ángel acariciarán por
siempre las blancas arenas y las aguas cristalinas de las playas de tu amada
Venezuela.
Camilo Temes (1970-2015) |
Querido Oscar, gracias por compartir este texto tan emotivo, que además de ser una bitácora es un homenaje. Y como pasa con los textos escritos con el corazón, pese a ser experiencias íntimas, es muy fácil identificarse con ellas. Gracias por compartirlo.
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