Muchos de nosotros somos productos de
inmigraciones. Con la segunda guerra mundial vinieron muchos de Europa;
españoles, italianos, portugueses, alemanes, judíos. Aprendimos a convivir con
ellos y a hacerlos parte de nuestra cotidianidad. El barbero era italiano, el
del abasto era portugués, los chinos, los de la esquina. Mis vecinos eran
españoles y mis mejores amigos eran italianos. Yo tuve una infancia feliz y
recuerdo haber comido sopas clarificadas con arroz y pasta con tomate en
abundancia. Así, crecimos hablando una especie de idioma ecléctico formado por
tantas palabras de tantos idiomas de donde sin dudas, nació el portuñol o
Itañol. Mi padre, vino antes de la guerra, entró por Maracaibo y conoció a mi
madre que era maracucha, pero de madre criolla y padre extranjero. Como decir,
¼ criollo solo. Con ese cuarto criollo me enfrente al nacionalismo inocuo
interno. Mis amigas portuguesas aun lo recuerdan pues, en lo más intimo, se
sienten extranjeras en su propia tierra. Ya más grande mis mejores amigos
fueron muy venezolanos, mitad margariteños y mitad de Carabobo.
En aquellos tiempos en que me “sacaban en cara”
que era extranjero, yo les hablaba de mi cuarto de criollo y me recreaba en
fantasías familiares, aun no corroboradas, que decían que el capitán Wilson, aquel
Edecán que acompañó a Simón en su lecho de muerte, podía ser mi tatarabuelo.
Siempre se dijo, y era usual que cuando viajábamos a la ciudad de Coro,
visitáramos sus restos en la Catedral donde reposa. Yo lo hice. Así es que, con
mi cuarto de tanque de venezolanidad y con las historias de gesta independentista,
podía colocarme a la altura de los nacionalistas
inocuos que blandían orgullosos el origen. Era normal que en alguna fiesta
me dijeran que las hallacas alemanas no eran criollas, que las auténticas eran
de donde se libró la batalla de independencia; es decir que las mejores, eran
las hallacas “independentistas”
Ya han pasado mucho más de cuarenta años de
eso, y con veinte años de revolución, las cosas han cambiado mucho. Ahora somos
un pueblo de emigrantes. Ahora vamos a los sitios de quienes acogimos y con
quienes convivimos. Dura tarea será para ellos, en el entendido de esas raíces
profundas de donde se siente un arraigo clavado en la roca, inamovible,
indisoluble. Pero la gente se va. De aquellos, mis amigos independentistas, de
aquella familia grande con raíces en el llano y en oriente de más de 60
personas, solo queda una. La verdad no sé cómo no se ha ido también. Ellos
ahora son en la mayoría, ciudadanos americanos que le juraron respeto y
obediencia a la bandera estrellada azul y blanca; el resto están es España, ya
ciudadanos españoles con vida en rojo y amarillo y algunos otros en Argentina y
Panamá. Toda esa descendencia de la gesta libertaria se fue a hacer vida en
otras partes, a comer hallacas con otros nombres, a besar otras tierras, a oler
otros aires, a respetar otras banderas, a dejas descendientes lejanos y
extranjeros. Y yo me pregunto:
¿qué pasó con ese orgullo tan profundo que sentimos?,
¿dónde está el legado de Simón?
El hijo de alemán, aquel de ¾ de emigrante con
el sueño libertario del edecán de Bolívar, aun sigue en pié en el país. Todos
se van, y lo ves, lo sientes, porque vivimos en una constante despedida; pero
yo sigo acá, y no me voy. Mi padre alemán se hizo venezolano antes de que yo
naciera por lo que perdí el derecho de solicitar algún reconocimiento del
origen. Soy solo venezolano y a mucha honra y orgullo. En la diáspora, las
despedidas y los desapegos, de los que nos quedamos, nos nace una necesidad de
dar más por esta tierra que nos parió, de seguir luchando por ella, de
transmitir lo que se sabe, en mantener viva la esperanza y en contar los mundos
posibles que llegamos a vivir y que logré compartir con mis padres y amigos en
una infancia feliz. Yo quiero eso para los niños que están ahora, a los que no
recuerdan, a los que no saben, a aquellos que van a reconstruir esta hermosa
patria de Bolívar, que acogió a mi padre, a mi abuelo, y al padre de mi abuela.
¿Por qué nos quedamos? Eso no lo sé. Debe ser un sentimiento místico y
religioso que nos hace trascender más allá de la realidad país. Yo nací acá, no
tengo otra patria y por nada del mundo se la voy a regalar a quienes no la
merecen y la han despreciado tanto y por tanto tiempo.
Decía Ortega y Gasset que “cuando el hombre
cree en algo, cuando algo le es incuestionable realidad, se hace religioso de
ello”. Así es Venezuela, así es vivir acá y haber nacido en Caracas. Además de
creer en Dios y en mi, se hace necesario profesar por el más puro y bello
legado que me dejó mi padre inmigrante; su amor incuestionable por esta tierra
bendita.
Alberto
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