Un vínculo
de amor
Tratar de hablar de religión es muy complejo. He sido una persona religiosa casi toda mi vida por lo que el tema toca fibras muy sensibles en mí. Escribo desde mi experiencia, mis iluminaciones y oscuridades. Y en respeto a la libertad de cada uno de elegir. Abordo el tema desde esta perspectiva.
Hablar de religión es intimar con lo más
profundo y definitivo que existe en nuestras almas. La palabra religión viene
del término religió que no es otra cosa que el vínculo que se establece entre
el hombre y Dios. Es necesario que exista un Dios y un hombre para que el
vínculo se dé. Por lo tanto la religión es un vínculo personalísimo entre cada uno de nosotros y Dios.
En las religiones
hay un momento en que Dios se acerca al
hombre, pero es el hombre quien en su libertad escoge la manera, la forma y el
tiempo que se acerca a Dios. Dios no obliga, Dios invita. Por lo que el vínculo
no puede tener basamento en la obligatoriedad.
Durante siglos,
históricamente, en Occidente, a la religión se le dio un sentido moralizador
que culminaba en un castigo. Bien endeble debe ser un vínculo para que su
sustento sea el miedo. Dentro de esta visión aparece la idea del dolor como
purificador, sin darse cuenta que está visión desvalorizaba la grandeza de un
ser que sufre, lo reduce a ser sufridor.
El dolor visto sólo en sí mismo perdió su sentido.
En este momento el
mundo Occidental miró a Oriente, donde el vínculo ancestral que los une a Dios
está más asociado al placer, la serenidad o la intención de hacer de lo interno
un Dios. Pero en esta tradición encontró multiplicidad de dioses hedonistas y
castigadores. Volvíamos a reducir el vínculo
a lo que el Dios puede darme de placer o de miedo.
También en Oriente
encontramos algunas mal llamadas religiones, porque el vínculo no existe, en ellas Dios es inexistente. Son códigos éticos donde la relación con Dios no es necesaria. La meta, el fin anhelado en algunas de ellas es un Nirvana cargado de la nada. Cargado de la posibilidad de vaciar la mente y el alma. Propone una huida
del dolor, la vejez y la muerte. Si aquella visión, antes nombrada, tenía
significado en un dolor sin sentido, esta huye de aquello que es
inevitable.
El mundo
filosófico, en su imposibilidad de explicar racionalmente a Dios y el vínculo
que nos une a él, declaró “Dios ha muerto”. Entonces el vínculo ha muerto. La
incertidumbre tomó su lugar. Con el correr del tiempo está declaración hizo que
el mundo materialista creyera que Dios
estaba en el confort, el consumo, el placer, la posesión, el poder, etc., etc.,
etc… El vínculo inexistente, ausente de Dios se
vació de sentido, reducido al anhelo de un iphone, o un McDonald.
A estas alturas,
ustedes preguntarán ¿Dónde está ese vínculo? En la más sencilla de las
respuestas: en nuestra capacidad de amar. Comprender que el vínculo debe
ser trascendente y transformador.
Trascendente en
cuanto nos conecta con el origen y el fin de ese amor. Cuando creemos en Dios,
el cimiento del vínculo está en la fe, la esencia humana encuentra sentido
porque Dios es amor. Cuando libremente acepto el vínculo al que Dios me invita: “amar al prójimo como a mí mismo”, y
puedo amarlo porque él, Dios, me ama, la religión adquiere sentido. La
entendemos como un acto de amor, de realización en eso que Dios nos ofrece.
Transformador porque
pone de manifiesto lo mejor del ser humano que somos en la contingencia de los
días. La manera de amarlo a él es amando a los otros. Amar a los
otros exige generosidad, bondad, fraternidad, fidelidad, benevolencia,
solidaridad,compasión, misericordia, laboriosidad, aceptación, autenticidad…La mejor
versión de mí mismo lleva implícito el amor y esté nace en ese vínculo maravilloso
donde todo tiene sentido: el dolor, la alegría, la pasión, la fidelidad y sobre
todo la gratitud. No esperemos encontrar a Dios en otra parte. Está en nuestra
capacidad de dar lo mejor de nosotros mismos. En nuestra lucidez
para entender que lo que da sentido a la vida es el amor. Y que el amor nos
pertenece a todos y cada uno de nosotros como seres humanos.
Irma Wefer
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