Vivir el arte
El arte es como vivir en una habitación
sin paredes. Sin más límites que el viento que ondea la memoria y agita la
imaginación. Quizás no exista un acto más humano que ese impulso de libertad.
El signo que lo muestra es su
carácter inclusivo pues nada de lo humano le es ajeno. Percepciones encontradas
como certezas y contradicciones, armonías y
desmesuras, lo profano y lo
divino conviven en su desconcierto. Su poder es tal que puede transmutar lo grotesco en bello y lo bello en
grotesco.
Es el mundo de los sueños,
alejado de lo efímero y temporal. Sobrecogedor presagio de lo eterno. Y a la
vez voces encontradas en un símbolo común de la belleza, representado en un
espacio que lo concreta en lo real y lo hace “el rostro del tiempo”.
Rostro en que se desvanece toda
falsedad. En él todo juicio va
acompañado de un sentir: el del artista que crea y el del que contempla lo
creado. El sentir es ese lenguaje universal
por el que todos somos capaces de entendernos o rechazarnos, sin cabida
para la mentira.
El arte nos hace comprender la
opción del silencio. Venimos del ruido pero solo en el silencio podemos oír el
esfuerzo creador. Solo en el silencio podemos oír eso que el otro sintió la
necesidad de decir. Oír verdades a las que nos sumamos o nos confrontamos.
Desde allí nos descubrimos.
El arte es esa actividad
profundamente perturbadora en el encuentro de la inocencia y el asombro del
niño que juega creando y la sabiduría del mago en su poder transformador.
Irma
Wefer
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