viernes, 16 de diciembre de 2022

Los aguinaldo de mi vida

Mi música del año o de navidad

De chico, me montaba en un carro que conducía MT, mi mamá. Ya sabía leer y revisaba las historietas de Batman, el carro era igualito al de él, un Chrysler, pero blanco. Ahí aprendí que la luz roja del encendedor es capaz de quemarte el dedo, aunque fui advertido. Esa época fue pura magia blanca, y pensaba en “magia blanca me has hechizado a mi”.

Era la misma época de que nos contaban la leyenda de una indiecito Guaraní, encaramado en un árbol, que al caer,  se convirtió en un pájaro. Esa sensación de vivir en un árbol la mantuve por muchos años. Era un mango que daba unos frutos maravillosos,  teniendo la suerte de no convertirme, en un extraño sortilegio, en un habitante de la mata.

Hoy montado en ese árbol, (en mente) sesenta años después, les narro:

Conozco el paso del elefante, junto a mis hermanas, en la magia blanca de la infancia. Solía meterme en la cama grande en noches de truenos y rayos; y quizá es por eso que lo disfruto. Me recuerda la historia de Ripp Van Vinkle, que luego de quedar dormido por décadas, soñaba que los truenos era gnomos jugando a los bolos, en las nubes. Al despertar, me monté en el submarino amarillo y descubrí las maravillas de mar (aunque la oscuridad de lo profundo me da miedo), y solo quitando la expectativa que aparezca un tiburón gigante y nos devore.

La navidades fueron magia también; yo creía. Creía en un hombre barbudo que traía regalos por habernos portado bien (bueno, más o menos pues no me gustaba comer). Éramos cinco, (ya quedamos dos), nos encerraban en un cuarto y de lejos se oía, “ya llegooo” (Santa) y salíamos corriendo, yo de último por ser el más pequeño. No recuerdos los regalos, pero sí recuerdo vivamente mis emociones. Yo nunca desee un perro, pues mi casa estaba llenos de ellos. Ricky era el pana que más cercano; yo lo hallé muerto un día y aun no sabía que era la muerte.

Igual, en la época sonaban las campanas europeas, y la música estaba en idiomas desconocidos. Aun as,í tralaleaba algo con Silent Nach, en alemán, o Jingle Bells en Inglés.

Una vez, mi vecina me preguntó: ¿solo sabes bailar vals? ¿Y la Billos? Nunca aprendía a mover los hombros, pero los pasos, las ruedas, eso sí. Era la época de la reina que vive por Yaracuy, también de un señor con un diente de oro, y de unos peludos de Inglaterra que no me gustaban, aunque ya hubiera viajado en su submarino amarillo.

Era cool fumar hierba entonces, pero era miedoso; prefería presumir. Nunca lo hice. Además, ya tenía dos amigos que partieron en sobredosis. ¡Pobres…! Estudiaba en un liceo público donde si no eras rojo, eras anaranjado. Me acompañó Yolanda a la que  le dijeron que antes de hacerlo, había que pensarlo muy bien. Que a algunas uniones les hace falta carne y deseo también. “Frente al Avila, altivo y eriesto…” solíamos cantar en el liceo, aunque todavía se me olvida el significado de la segunda palabra.

Reconozco que no soy auditivo, soy más visual; prefiero los cuadros, los libros, los ojos amados, a la música. Esa época fue más mágica, quizá por las hormonas. Caminar bajo la lluvia, sentir amor, cantar en la playa pantaleta, a medianoche y en luna llena. Una de las canciones  era una historia de una pareja que se cae en un barranco y ella se muere. El le declara su amor eterno. Canción dolorosa pero cantaba en rock; así fuimos entonces, medias tintas. Recuerdo con gracia que tenía en el techo de mi cuarto el logo Francés y al lado y el logo alemán de la guerra. En las paredes, al Che de un lado y a Janisse Joplin del otro. Claro, la época era de contradicciones, de ir y venir, así como se baila merengue, que también aprendí a bailar. A mi amiga la llamábamos, “Rosa la candelosa” por la forma en que movía las caderas. Fue buena maestra de baile.

En la universidad, un grupo de seis, encontramos unas raíces de un árbol, fresco, con grama, aislado, seguro y en frente del Rectorado. Recuerdo que alguien llevaba una guitarra, y cantábamos hasta quedar afónicos. No sé qué cantábamos; quizá la casa del sol naciente, con letra inventada por nosotros. No recuerdo las letras, pero atesoro el momento, la celebración de cumpleaños con torta, los acuerdos, la empatía, la tolerancia. Uno de ellos era un presumido en matemáticas, y además su carrera era de 4 años y la mía de 6. Lo llamábamos el “hiperboloide de revolución” . (Luego supe que se mudó a Argentina y habla de Che…)

Ese ciclo cerró y no lo olvido, con la música de Aranjuez y del Gentil Hombre. Teníamos 72 horas sin dormir terminando un proyecto final. Gustavo, compañero de equipo, nos llevó al estudio del padre y en unas tumbonas, cerramos los ojos por media hora. Tatatantatanta ta tatatá… ahí si recuerdo música y su magia, quizá porque eso estaba como más cerca de los cantos gregorianos, que una salsa de Oscar de León, que también bailé y canté. (Me llamaban entonces, canto gregoriano)

Los años siguientes era el “dueño del mundo”, el mejor, el incomparable. Era además esgrimista y arquero. Dos deportes que se juegan en soledad. Quizá era lo que necesitaba para ver adentro y buscar la magia perdida. Los grandes amores. No como mis mejores amigos, que se casaron colocando “epitafio” en su boda, sino más bien como letras que recuerdan a la acción. Pedía cosas locas, como que lloviera café, o las arias cantadas por una mujer griega que vive en Francia de apellido Mouskuri. La que mas, del mundo mundial, es “Nessun Dorma” cantada por cualquier tenor. Turandot en su agonía nocturna, clama por conseguir el nombre de su amada porque al alba, perderá la cabeza. Nadie duerma además, era el eslogan de las noches de insomnio al estudiar arquitectura. Hoy, no me arrepeiendo de casi nada, ni de haber quemado neuronas propias, para satisfacer el ego ajeno.

La vida te da limones; aprende a hacer limonada. Una amiga del trabajo, se iba a casar (fallido tiempo después) y decidimos prepararnos y cantarle “la pulga y el piojo se quieren casar”. (Muy apropiada) Ya había comenzado a aprender a tocar cuatro, y el jefe de la oficina lo contrató para aprender cuatro y arpa. Así nació un grupo musical de navidad que empezaba a practicar el 1 de julio y terminaba el tocar el 6 de enero. Fuero años y años, muchos, y siempre los mismos. Era un club de unión por la música. Como no canto muy bien aprendí a a tocar tambora y furro, y ese era mi papel. Cuando calentaba la voz, trataba de hacer una segunda, pero eso no es fácil. Así, con mi burrito sabanero descubría que la virgen era andina y San José de los llanos, que la casa donde nació Jesús,  tiene cuatro esquinas, e invitamos por si acaso, algún vecino nos quiere acompañar…

Cantar aguinaldos en Julio, fue maravilloso. Cantarlos en diciembre, fue extraordinario. Ya todos estamos por el mundo: Francia, Barcelona, Venezuela, Florida y el cielo. Y todavía cada quién a su manera, los canta. Yo hoy, con mi cuatro, haré lo mejor posible (aunque mi repertorio sea limitado)

 

Alberto

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