Mientras pensaba en el escrito que aún tenía pendiente, tomó su teléfono y ofreció resolver un tema de transporte para uno de sus profesores; respondió a las preguntas que uno de sus pacientes tenía sobre el tratamiento indicado; escuchó pacientemente el mensaje de voz de una amiga y la larga lista de agravios recibidos; contestó el mensaje del familiar de un antiguo compañero de trabajo enfermo y se dispuso a hacer café para su hija y chocolate para su nieta.
¿Qué cómo usaba sus fortalezas para el servicio de los demás? Aún no sabía por dónde abordar el tema.
Su hermano menor, ateo y escéptico, siempre dudaba del servicio a los otros. Decía que la gente hacía cosas por los demás solo para complacerse a sí mismo.
Había algo detrás de ese argumento: al final siempre hacemos las cosas para satisfacernos, algo de narcisismo tal vez. Recordó a la madre de Teresa de Calcuta que hacía el bien porque veía en cada prójimo a Jesús, a quien amaba. De esta manera le expresaba su amor. Hacia el bien para ella.
Recordó las veces que vió el sufrimiento de unos padres ante la enfermedad de sus hijos y cómo eso le revolvía las entrañas. Sentía con ellos. Se podía ver en los otros.
Entonces volvió a los eventos de la primera hora de la mañana: se vio perdida y sin saber cómo llegar a un sitio y tener a alguien que le facilitara el traslado; se imaginó con un niño enfermo sin entender las indicaciones del médico y poder llamarle para aclararlas; se vió con angustias imaginarias y con alguien que las escuchara; o sola en un hospital sin conocer a nadie o con un antojo de café en la mañana luego de una guardia.
Cuando usaba sus fortalezas para servir a los demás pensaba en los otros como en ella. Podía ver en ellos su misma humanidad.
Su hermano estaba equivocado. Sí, servimos a los demás en nuestro propio interés pero no en un acto mezquino sino en uno de amor y reconocimiento.
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