Me disculpan los zamuros, por mi inculta imprecisión cuando me engañan con su apariencia junto con buitres, cóndores y hasta con los cuervos.
Despertaron mi curiosidad la primera vez que escuché la palabra carroña.
Están presentes en una de mis fascinaciones, los juegos con las palabras y el lenguaje, pues aparecen en varios refranes y analogías.
Por cierto, no compaginaba en mi razón la asociación que se hace de ustedes con la suciedad, putrefacción y corrupción.
Los recuerdo con diversión por su aparición estelar en la película El Libro de la Selva: “¿qué vamos a hacé? ¿No sé, qué quieres hacé? “¿qué vamos a hacé? No sé, ¿qué quieres hacé?
Muchas veces los vi posados en los postes de luz de la Avenida Río de Janeiro en Caracas, sin que ese tamaño y esa altura los minimizara. Los extrañé, los días que pasé por ahí y no estaban.
Confieso que las veces que se posaron en mi jardinera, no me apuraba a espantarlos, pues me gustaba observarlos y detallarlos.
Practico mindfulness contemplando su vuelo circular, siempre en grupo, en pleno despliegue de alas y liviandad.
Puedo contar que hace unos días justo antes de que fueran el tema del mes, aparecieron y me conmovieron en un video donde un par exhibía una hermosa danza, uno con alas abiertas y su pareja con alas cerradas.
Vaya pues, mi reconocimiento a ustedes, queridos zamuros, sin temor a desentonar por apreciar su majestuosidad.
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