Tan sólo con
abrir los ojos a la conciencia del ser, se nos entrega un tesoro que nos
acompaña a lo largo de nuestra vida o quizás más allá, y que constituye la
esencia del hombre. Es un espacio inmenso en nuestro mundo interior dónde la
libertad se ejerce a plenitud y en todos sus sentidos. A este lugar donde no
existe lo bueno o lo malo, lo justo o lo injusto, lo púdico o lo pecaminoso,
entramos día a día a entablar interminables batallas y apasionados idilios con ilusiones, sentimientos, anhelos, y deseos. Pero también con nuestros
demonios, pesadillas, pesares y hasta las más bajas pasiones.
En este campo
sin reglas, reducto inviolable de la persona, el hombre lucha por lograr el
dominio sobre sí. Cuando lo logra es capaz de desprenderse del mundo que lo
rodea. Ninguna realidad, acción o circunstancia, fuera de la frontera
impenetrable del cuerpo y por dura o salvaje que sea, puede quebrantar las
convicciones conquistadas en ese lugar eterno. Y es que la intimidad es así:
indestructible, creativa y creadora, única e irrepetible, completamente
diferente en cada alma sobre la faz de la tierra. Siempre bondadosa, nos espera
a que volvamos a ella, para que continuemos en la búsqueda de nuestra
excelencia humana.
Todas las cosas humanas dependen de la libertad, nos dijo acertadamente Aristóteles, y como la intimidad es
libre, de hecho y por definición, el hombre tiene el poder de disponer de sus misterios.
Siempre, a lo largo de la existencia humana, bien sea empujados por una pasión,
por el toque del amor o la caricia de una amistad, por el golpe de la ira, el
miedo que nos invade o la envidia que nos consume, tomamos la decisión sabia y
selectiva, de abrir las compuertas de nuestro cuerpo para dejar fluir parte de
ese océano interior. Es entonces, cuando usamos cualquiera de nuestros sentidos
para que a través de una mirada, una palabra leída o una palabra escuchada, una
caricia sentida o un aroma devorado, logremos el fin último para el que fuimos
creados: Ser humanos. Porque ser humanos significa que aun conservando el
tesoro de la inviolabilidad de la intimidad, la compartimos. Para bien o para
mal, de una forma libre y voluntaria, la entregamos a nuestros semejantes y nos
fusionamos con ellos en un espacio común de profundos secretos.
Más allá de esto, está el hogar como la extensión de
lo íntimo. Ese espacio compartido que pertenece a un nosotros: la pareja, los
hijos, la habitación, el armario, la gaveta, el cajón, el diario, los escritos
y el ser. Todo lo que se tiene y todo lo que se es en tan solo unos pocos
metros cuadrados. Un espacio que eventualmente, de nuevo se vuelve inmensidad,
al momento que cruzamos la frontera que nos separa del mundo y cerramos detrás
de nosotros las puertas de nuestro ser.
@oscar_morillo
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Imagen tomada
de: http://derechossexualesjovenes.blogspot.com/2012/01/4-derecho-al-respeto-de-mi-intimidad-y.html
Oscar, pareciera que tuviéramos "compartimentos estancos de intimidad"
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