MI
CASA OLÍA A GUAYABA
Escribidora: Hened Abrahan
Hoy comienzo mi escrito con la
evocación de un párrafo del libro de Marcel Proust “Por el camino de Swan”,
primer tomo de su obra “En busca del tiempo perdido”. En
él Proust rememora la extraordinaria
sensación de felicidad percibida al llevarse a la boca un trozo de magdalena
añadido a una cucharada del té que estaba tomando. Cito:
“… abrumado por el triste día que había
pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los
labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero
en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del pastel, tocó mi
paladar, me estremecí, fijé mi atención en algo extraordinario que ocurría en
mi interior. Me había invadido un placer delicioso, aislado, sin saber por
qué, que me volvía indiferente a vicisitudes de la vida, a sus desastres
inofensivos, a su brevedad ilusoria, de la misma manera que opera el amor,
llenándome de una esencia preciosa; o, más bien, esta esencia no estaba en mí sino que era yo mismo…”
Tal como un simple aroma o un
sabor son capaces de desencadenar una catarata de sensaciones, así operó en mí
el anuncio de Martín al decir que el tema para hoy era LA GUAYABA. Intuyo que
otro tanto le sucedió a mis compañeros, al ir leyendo el chorro de emociones y
bromas que fueron apareciendo en el chat del grupo. De manera inmediata
reconocí la resonancia íntima del sabor y el olor de LA GUAYABA, y brotaron recuerdos infantiles asociados con el patio
de mi casa con aquellas tres matas inmensas, pero a la vez amables y generosas
porque siempre que daban frutos – a
diferencia de las matas de mango - sus ramas se extendían hacia abajo para
ofrecérnoslos sin mayor esfuerzo. La voz de mi madre advirtiéndome, “come de LA GUAYABA pera porque tiene menos
gusanos que LA GUAYABA manzana” “pártela por la mitad antes de comértela y
revisa que no tenga gusanos”; haciendo caso de esa voz sabia, en mis ratos
de ocio, me iba al patio, derechito hacia el GUAYABO PERA, no sin antes, con un
viejo pote de leche destinado para ello,
recoger las más atractivas a mi paladar. Me sentaba a la sombra de ese
viejo y generoso GUAYABO a comer y disfrutar de aquella fusión de perfume y
sabor. No era yo la única que gozaba de ese festín, pues solían acompañarme
pajaritos que por intuición de supervivencia, muy sabiamente elegían las
GUAYABAS manzanas. A veces, esas GUAYABAS, cuidadosamente elegidas, eran motivo
de amorosas disputas con mis hermanos mayores, quienes –en algún momento de
descuido por mi parte- se acercaban a mi
pote de leche cargado de la fruta, y sin que yo los viera me las robaban. Al
percatarme de ello, comenzaba mi búsqueda del ladronzuelo, cosa que no era nada
difícil, pues por más que eligieran el más escondido de los rincones de la
casa, siempre los delataba el aroma. Les
hacía pagar por cada guayaba robada una moneda, con lo cual siempre estaba
deseando que me las robaran. Para ello me esmeraba en la selección de las más
grandes, olorosas y atractivas, de tal
forma que mis amorosos deudores no sucumbieran a sus encantos. Podría pasar
cien páginas más contando los recuerdos maravillosos y dulces que se
desencadenaron automáticamente, ante la exposición del tema de hoy, incluso me despertaron
deseos de seguir escribiendo sobre ellos. No en vano, dicen los
entendidos, Gabriel García Márquez
tituló su libro El olor de la guayaba,porque
al igual que la fruta, sus cuentos y novelas tienen un olor que perdura, por
siempre.
Gracias Martín por recordarme que
MI
CASA OLÍA A GUAYABA.
Sencillamente magistral, me hizo oler las emociones que genera la guayaba.
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