En la calle Sucre de Upata, el pueblo donde fui muy feliz, ese que me dio el espacio para crecer, sembrar y desarrollar una capacidad infinita para la alegría, vivíamos los mejores vecinos del pueblo. Aquellas casas antiguas con ventanales inmensos, de esos que se abren como puertas, nos permitían sentarnos al tiempo que podíamos visualizar la casa de los demás y comunicarnos a gritos desde un extremo a otro. Un día, uno de esos gritos anunciaba la construcción de una cancha de bolas criollas, en el terreno que el Sr. Angelo cedía para ese fin. Desde su ventana, Toni su hijo nos preguntaba si estábamos dispuestos a colaborar y, por supuesto a jugar una vez terminada. El sí fue sonando como un eco, de ventana en ventana como si hubiésemos ensayado las voces de un orfeón a los que también se sumaron los que iban caminando por la calle. Un mes después la cancha estaba lista, para lo cual organizamos una fiesta de inauguración y nuestro primer juego de bolas criollas. Pocos sabíamos jugar, pero juego a juego, con las enseñanzas del Sr. Angelo y Toni fuimos aprendiendo. La cita era los viernes y sábados a las 7 de la noche, con aquellos cielos estrellados que parecían un inmenso paraguas cósmico, nuestras lunas alumbraban tanto como aquellos dos bombillos enormes (de esos que ponen en los estadios). Las horas pasaban sin apenas darnos cuenta, tanto que a veces terminábamos a las 12 de la noche y más. En torno a esos maravillosos encuentros, construimos amistades, afectos, generábamos abrazos, risas, alegría y muchos triunfos. Uno de esos triunfos consistía en que al equipo ganador lo premiaban con el lavado y planchado de una prenda, un día de la siguiente semana, cortesía de la Tintorería del Sr Angelo. Con el tiempo, recuerdo que esperábamos con mucha impaciencia los viernes y sábados de bolas criollas. Contrario a mis compañeros de equipo, los esperaba no por la cortesía de la Tintorería, sino por querer aprender a lanzar la bola, a bochar, y a lo que creo se me daba mejor, arrimarme al mingo. Tardé mucho en aprender, pero mi dulce y paciente instructor, Toni, se encargaba de que lo hiciese cada vez mejor. Nunca más jugué a las bolas criollas hasta hoy, que con la invitación de Yvette se me alborotaron la alegría y el recuerdo de que mi primer mingo se llama Toni.
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