La intensa conexión de la amistad entre mujeres no entiende de malicias o intenciones solapadas, sino de aquello a que sólo a nuestros ojos se hace evidente: su ceja levantada cuando algo que hiciste le disgusta, su emoción con tus alegrías, su absoluta lealtad o su corazón roto cuando el tuyo lo está.
Esa complicidad se teje día a día con las risas que nadie más entiende, las miradas que otros no perciben y un diccionario propio que se va enriqueciendo y haciendo más complejo a medida que pasan los años.
Para preparar el Taller de Escritura Creativa y Psicología Positiva hice un montón de ejercicios para saber cuáles incluiría. Uno de ellos se titula "el día que nació nuestra amistad". Tengo la suerte de tener muy buenas amigas de la infancia, la adolescencia y la universidad, y aunque han pasado un chorro de años, se mantienen como el primer día.
Son más que estas cuatro, pero con estas cuatro pasa que me acuerdo a la perfección de ese momento mágico: el instante en que supe que seríamos amigas de verdad. Y eso es lo que aquí quiero compartir. Porque aunque breves, estos relatos hablan de la mujer que soy, porque al lado de ellas he crecido.
Que este sencillo ejercicio de Escritura Creativa sirva de pequeño homenaje y de agradecimiento, sin restar valor a la enorme huella y la profunda gratitud que siento por el amor y sabiduría que las otras mujeres de mi vida -mi mamá, mis abuelas, mis tías y mis primas y mis otras cuatro amigas- me han dado y me siguen dado.
Conocí a Erika el día en que con su poncho naranja y negro, se acercó a mí en el frío y oscuro patio del colegio. Había llovido y yo estaba sentada en un rincón pues no conocía a nadie. Ella me vio y me dijo "¿Por qué estás sola? ¿no tienes amiguitas? Ven a jugar conmigo y extendió su pequeña mano". Ese día teníamos 4 años. Hoy, 34 años después, su mano sigue abierta para mí.
Beatriz y yo nos juntamos porque las dos habíamos quedado huérfanas de amigas ese año escolar. Ella me caía bien porque era divertida y no le gustaba meterse con nadie. Después descubrí lo generosa que es, y que a la vez tenía un carácter endemoniado, casi como el mío (tal vez un poco más ácido, si cabe). Y en algún momento, bien cercano, comencé a tener la certeza que hoy sigo teniendo: que ella haría lo que fuera por mi, y yo por ella.
Un jovencito en camiseta Ovejita tuvo la culpa de que Gaby y yo nos hiciéramos amigas. Él y su manía de quitarse la camisa del colegio y quedar en franela mientras jugaba volibol en la cancha del colegio. Estaba hecho para subir nuestra temperatura de adolescentes a 40 grados. "Ay qué calor, ay qué calor..." Eso fue lo que estuvimos cantando todo ese recreo. Y nos reímos, y nos reímos, y nos reímos. Su risa era cálida, sincera, generosa e inteligente, tal como ella. Nos reímos tanto que tengo su risa metida en el corazón y sigue sonando como el primer día, aún cuando nos toca llorar juntas.
Emma y yo nos encontramos gracias a nuestra inteligencia (y seguramente también gracias a nuestra poca humildad). Las dos queremos ser tan inteligente como es la otra. Emma no sospecha que ella saldría perdiendo, pero es algo que nunca le diré. El día que nos vi haciendo a la perfección y de manera espontánea la mímica de una canción (bueno fueron varias, gracias al tequila por la energía) sólo con mirarnos a los ojos, entendí que ella, además de no abandonarme nunca, siempre me entendería aún sin mover los labios.
*La introducción de este texto aparece en otro post que hice para la revista Eme sobre lo bueno de tener amigas. Esto de autocitarse es un poco extraño, pero se me hacía necesario usar esas precisas palabras.
Que este sencillo ejercicio de Escritura Creativa sirva de pequeño homenaje y de agradecimiento, sin restar valor a la enorme huella y la profunda gratitud que siento por el amor y sabiduría que las otras mujeres de mi vida -mi mamá, mis abuelas, mis tías y mis primas y mis otras cuatro amigas- me han dado y me siguen dado.
Conocí a Erika el día en que con su poncho naranja y negro, se acercó a mí en el frío y oscuro patio del colegio. Había llovido y yo estaba sentada en un rincón pues no conocía a nadie. Ella me vio y me dijo "¿Por qué estás sola? ¿no tienes amiguitas? Ven a jugar conmigo y extendió su pequeña mano". Ese día teníamos 4 años. Hoy, 34 años después, su mano sigue abierta para mí.
Beatriz y yo nos juntamos porque las dos habíamos quedado huérfanas de amigas ese año escolar. Ella me caía bien porque era divertida y no le gustaba meterse con nadie. Después descubrí lo generosa que es, y que a la vez tenía un carácter endemoniado, casi como el mío (tal vez un poco más ácido, si cabe). Y en algún momento, bien cercano, comencé a tener la certeza que hoy sigo teniendo: que ella haría lo que fuera por mi, y yo por ella.
Un jovencito en camiseta Ovejita tuvo la culpa de que Gaby y yo nos hiciéramos amigas. Él y su manía de quitarse la camisa del colegio y quedar en franela mientras jugaba volibol en la cancha del colegio. Estaba hecho para subir nuestra temperatura de adolescentes a 40 grados. "Ay qué calor, ay qué calor..." Eso fue lo que estuvimos cantando todo ese recreo. Y nos reímos, y nos reímos, y nos reímos. Su risa era cálida, sincera, generosa e inteligente, tal como ella. Nos reímos tanto que tengo su risa metida en el corazón y sigue sonando como el primer día, aún cuando nos toca llorar juntas.
Emma y yo nos encontramos gracias a nuestra inteligencia (y seguramente también gracias a nuestra poca humildad). Las dos queremos ser tan inteligente como es la otra. Emma no sospecha que ella saldría perdiendo, pero es algo que nunca le diré. El día que nos vi haciendo a la perfección y de manera espontánea la mímica de una canción (bueno fueron varias, gracias al tequila por la energía) sólo con mirarnos a los ojos, entendí que ella, además de no abandonarme nunca, siempre me entendería aún sin mover los labios.
*La introducción de este texto aparece en otro post que hice para la revista Eme sobre lo bueno de tener amigas. Esto de autocitarse es un poco extraño, pero se me hacía necesario usar esas precisas palabras.
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