viernes, 15 de marzo de 2024

Mi infancia en un carro (Como una casa)

Mi casa, mi carro

Mi madre tenía un carro color crema, un Chrysler Impala cupé de 1960, con dos aletas traseras laterales. Era gigante para la mirada de un niño de 4 años, que además aprendió del miedo que ella tenía al manejar. Era 1963 entonces, y se escuchaba sin parar una canción del Trío Venezuela, “Magia blanca”. Íbamos a llevar y a buscar a mis hermanas que estudiaban en el Colegio de Monjas francesas, San José de Tarbes, pero ese día justo y debido a la inestable que estaba la recién nacida democracia en el país y en un “atajaperro”, mi madre tuvo que girar y llegamos a la carretera que comunicaba con Valencia. “Preguntando se llega a Roma” y así pudimos regresar. Magia blanca, seguía sonando en la radio.  No recuerdo verla manejando otro carro, ni en otro tiempo. Ella descubrió que era excelente copiloto.

Uno vive en una casa pero resulta que pasamos muchas horas en carros, ajenos o propios. A mi Mamá no le gustaba manejar, en cambio mi padre le encantaba. Yo, por ser el menor, viví intensamente todos los viajes, en esa, la que sería mi segunda casa en la infancia.

Por esa época, terminaron mis días de “perrito faldero” y me metieron de cabeza a estudiar Preparatoria en el Colegio San Agustín de El Paraiso. Prefería los días de asistente de cocina, o preguntador de direcciones, o quema dedos en el encendedor del carro. Con el colegio se acabó la compañía diaria a buscar a mis 4 hermanos. Igual, me iban a buscar; ya que entonces, estudiábamos los tres varones,  en el mismo colegio.

Mi padre al tiempo, y no recuerdo más el Impala, se compró una camioneta Opel Rekord P2, azul, y estaba propulsada por un motor de cuatro cilindros de 1.7 litros que producía 60 caballos de fuerza; todo un avance para la época. No era ni tan grande como el Impala pero cabían mi papa y mi mama adelante, y mis 4 hermanos uno al lado de otro, en la segunda fila. El mas peque, iba atrás. Y atrás, se mareaba mucho en las curvas de Carora en Lara y por supuesto, vomitaba. Mucho. Mi mamá me daba soda en vez de agua, y sé que prefería no beber nada en el viaje.

Mi abuela aun vivía. La última vez que mis padres viajaron a Maracaibo lo hicieron,  sin mi, y fue para el velorio de mi abuela materna. Recuerdo que ya no tuvieron que tomar un ferry para llegar a Maracaibo, sino que estrenaron el puente. Era el año 1963. Antes del puente para llegar a Maracaibo en el Opel y luego de las curvas de Carora, tomábamos carretera larga. En semana Santa escuchábamos completo y en varias versiones el “Popule Meus” de Tomas de Victoria y escrito en el siglo XVI. Es increíble contarlo, pero estaba prohibido colocar música en días santos en Venezuela. Solo el Popule Meus y las 7 palabras contadas por el Cardenal, que entonces era José Humberto Quintero Parra.

Luego venían los campos petroleros de toda esa costa hasta llegar a la estación del Ferry. Los llamaban balancines, que eran los que sacaban el oro negro que hizo a este país, uno de los mas ricos del mundo. En esa época pero en 1965, Sean Connery interpretaba al 007 en el famoso “Thunderball”y se decía en algún momento, que los malos iban a pedir un rescate en la moneda fuerte del momento: en Bolívares.

En uno de esos viajes, ya cuando pasábamos por Carora, y ya solo mi papa, mamá y yo, descubriría mi alergia a la grasa del cochino, y lo largo que se puede hacer la carretera Lara Zulia; esa recta interminable, sobre todo con los retortijones. A partir de ahí ya éramos 4 o 3; mi mamá, mi papá, Fredy y yo. Mis hermanas estaban casadas o por casarse y mi hermano era independiente. Seguíamos con el Opel, pero con la muerte de mi abuela, cambiamos los viajes a Margarita. Resulta que mi padre compró con un portugués, una fábrica de sardinas. Comimos muchas por algún tiempo, pero no estaba destinado a ser. La vendieron y resultó después, una fábrica de comida de animales. Ese viaje era otro ferry, y en el otro lado del país. No mareaba en barco; me gustaba. Era como una aventura y siempre podía bajar a acostarme en el carro, aunque ahora lo veo peligroso por el humo tóxico.

Pasaron los años y ya un poco más grande, ya los tres, los acompañé en aventuras en Guayana, Falcón, Lara, Sucre, Bolívar. Nunca fuimos a los Andes, ni a los llanos. Siempre en su carro, manejando; lo amaba. Una vez, fui yo el que le entregó un carro blanco que me compre al graduarme. Lo usaban solo para ir a mi casa; de resto yo los buscaba. Ïbamos mucho al Junko Country Club y ya entonces, el carro se volvió a llenar, ahora con los tres hijos de mis hermanos. Nos metíamos seis, era muy divertido. Mucho. Luego, para ellos, era de su casa en el Paraiso, a mi casa en La Tahona. Ya se fueron.

Ahora, paseo con los hijos de los niños aquellos; en la confianza de que algún día, voy a disfrutar mucho, cuando me pasen buscando, para tener alguna aventura por este gran país. Ley de la vida. La vida en un carro.

 

AL

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